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UP en los Medios
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Publicación: Sábado 22 de Febrero de 2014
La nota de opinión de Eduardo Bertoni, Director del Centro de Estudios en Libertad de Expresión y Acceso a la Información de la UP, puso al descubierto un tema sensible.
¿Por qué nos irrita tanto que regulen Internet?
El martes se produjo algún revuelo cuando el presidente de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (Afsca), Martín Sabbatella, opinó que había que regular Internet. De inmediato el hashtag #ConInternetNo empezó a cobrar fuerza en Twitter, y sólo declaraciones posteriores de Sabbatella -también por Twitter- en el sentido de que regular Internet no está en la agenda y que, además, no es competencia de la Afsca consiguieron que la etiqueta no se convirtiera en trending topic.

Hay varias cosas que quiero anotar al respecto. Primero, la excelente columna de Eduardo Bertoni publicada por LA NACION al día siguiente. Bertoni es director del Centro de Estudios en Libertad de Expresión y Acceso a la Información de la Universidad de Palermo y ha trabajado como Relator Especial para la Libertad de Expresión de la OEA. Estuvimos hablando largo y tendido sobre todo esto y, entre otras cosas, me dijo: "El debate sobre la regulación de Internet tiene varias aristas de aproximación, aunque, bueno es resaltarlo, es un debate que merece ser dado y que se está dando globalmente. Una aproximación se vincula con qué queremos regular cuando decimos que hay que regular Internet. Las posibles respuestas son muchísimas. Otra aproximación está referida a cómo hacerlo, una vez definido el objeto a regular. La respuesta más atractiva es que la regulación debe ser hecha con cuidado para no lesionar derechos fundamentales. ¿Quién puede oponerse a eso? Pero sugerir regulaciones de una tecnología que cambia muy rápido puede parecer una tarea imposible. Creo que antes de abandonar la tarea es mejor asumir que es una tarea compleja para la que debemos ser creativos. En tal sentido, tal vez la respuesta sea que los hacedores de la tecnología (en palabras de Lessig, quienes hacen el código) deban sujetarse a valores o principios generales, pero que tengan un consenso prácticamente sin discusión". Por ejemplo, acoto, la libertad de expresión.

Segundo, este artículo de Enrique Chaparro, presidente de la Fundación Vía Libre , muy técnico y extenso, pero por eso mismo exhaustivo y meduloso. El documento de Chaparro, que en realidad trata del gobierno de la Red, deja claro que la frase regular Internet significa unas 300 cosas diferentes. Es un texto de 2004, así que el asunto dista de ser una novedad.

Silencio por default

En tercer lugar quiero mirar de cerca la fuerte reacción alérgica que recorrió las redes sociales cuando las palabras regular e Internet aparecieron juntas. Pese a los intentos de algunas personas de poner las declaraciones del funcionario dentro de una perspectiva moderada y objetiva, la repulsa fue contundente y visceral. La pregunta es por qué.

La respuesta, a mi juicio, tiene poco que ver con la delicada relojería que hace funcionar a Internet (los estándares y protocolos, digamos), las garantías constitucionales (la libertad de expresión, la privacidad), el acceso a la información y a los servicios públicos, la adecuación de las leyes vigentes (copyright y delitos informáticos, para empezar a hablar) o la neutralidad de la Red. Lo que despertó un rechazo tan violento tiene que ver con que por primera vez las personas de a pie tienen verdadero acceso a la libertad de expresión.

Cierto, es una antigua garantía de las sociedades civilizadas (desde diciembre de 1948, por poner una fecha). No te pueden perseguir por tus opiniones. Sí, pero la cuestión no es ésa. La cuestión es qué tan lejos llegan tus opiniones. Porque para perseguirte (o para no perseguirte, porque la Constitución te protege) primero tienen que oírte. ¿Con cuántas personas podías, hace 30 años, compartir tus ideas?

Solemos pasar por alto es que la mayoría de los habitantes de este mundo ha sufrido una forma de censura sorda, silenciosa, implícita y sistémica nacida del hecho de que no existían los medios técnicos para que sus expresiones salieran del ámbito doméstico. Podías expresarte libremente, pero salvo tu cónyuge y tus amigos, nadie iba a oírte. Mucho menos escucharte. El poder del broadcasting estaba reservado a la elite gobernante, los medios de comunicación y las celebrities.

Ese estado de cosas desapareció casi de un día para el otro -en términos históricos- con la llegada de las computadoras e Internet. Hoy pueden ser una tablet con 3G, pero el efecto disruptivo es idéntico: más de 2000 millones de personas pueden ejercer su libertad de expresión con menos restricciones que las que teníamos los periodistas 30 años atrás. Es decir, sin que se interpongan distancias ni fronteras, con poco obstáculo idiomático, gracias a los traductores automáticos, y con un grado razonable de anonimato, si sabés cómo manejarte. Un adolescente con un smartphone puede llegar más rápido a más gente que el presidente de una nación 100 años atrás.

Para peor, las declaraciones radiales de Sabbatella llegaron al mismo tiempo que nos enterábamos de las masivas protestas en Caracas gracias a Twitter. Con una censura casi total a los medios de comunicación tradicionales, nunca hubiéramos sabido lo que estaba pasando en Venezuela, de no haber sido por Internet. No era el contexto ideal para mencionar la palabra regulación. Más cuando, con la ley en la mano, el gobierno venezolano había intentado bloquear las fotos que se publicaban en Twitter. Más tarde, el jueves, la Electronic Frontier Foundation informaba de que el cepo sobre la Red se volvía cada vez más estricto.

Este espacio es mío

Pero hay algo más profundo. La sensación podría traducirse así: "Pasamos tanto tiempo exiliados de la potestad de hablar públicamente, que no queremos saber nada con que vengan a regularnos los mismos que creían que no teníamos derecho a propalar nuestras ideas de forma global, masiva y libre de toda supervisión". Importa poco si esas regulaciones pudieran proporcionar más libertad de expresión o protegieran mejor otros derechos civiles. La primera reacción es que los reguladores estatales no son bienvenidos en este espacio.

No me propongo establecer si esto está bien o no, si es sustentable, ni siquiera si es conveniente. Pero es lo que percibí esta semana, incluso al plantearles la idea a amigos y conocidos. "¿Viste que quieren regular Internet?", les decía. La reacción iba del estupor a la indignación y de allí a la ira más irrecusable.

Me han dicho que esta actitud suena un poquito adolescente, un berrinche del inmaduro que pretende vivir sin reglas en una sociedad organizada. No, no es así. ¿Quién dice que no tenemos reglas en Internet? Sí que las tenemos.

Lo que ocurre es que llegamos primero y nos apropiamos del espacio virtual mucho antes de que políticos y funcionarios se despabilaran y se dieran cuenta de que Internet era algo más que una cosa de nerds. Somos los colonos de la Red. Nos pertenece. La reclamamos para nosotros, y tengo la impresión de que es muy difícil, si no imposible, cambiar esta sensación.

Como a todo colono, nos hicieron falta reglas. Pero no teníamos mucho tiempo ni muchos recursos. Así que las establecimos claras y eficientes, sobre la marcha, con el mismo espíritu descentralizado con el que se diseñó la tecnología de Internet, y con la eficiencia del hacker. Una meta estaba por sobre todas las otras: que la información fluyera libremente. En total, supimos autorregularnos desde que éramos cuatro gatos locos conectados mediante un rústico módem analógico.

Así que me pregunto: ¿no será que, esta vez, en lugar de regular Internet, deberían aprender de los internautas cómo regular mejor?

Ya pasó

En cuarto lugar, una reflexión sobre la posibilidad real de regular Internet de la forma tradicional. En serio, no es que seamos revoltosos o anarquistas. Es que las regulaciones del mundo real van demasiado lento.

La inusitada velocidad de los avances técnicos convierte a las estructuras de decisión tradicionales, aptas para procesos miles de veces más lentos (y a veces, ni siquiera), en inadecuadas. Antes de que se seque la tinta en el Boletín Oficial, la tecnología que se intentaba regular estará obsoleta. O peor. La tecnología que había reemplazado a la tecnología que había reemplazado a la tecnología que se intentaba regular ya estará obsoleta.

¿Cómo se establecen reglas para una actividad que cambia en un año lo que otras no cambian en un siglo? ¿Qué pasaría si tu sedan 2014 fuera 10.000 veces más veloz que el de hace 5 años? Viajando a 1.000.000 de kilómetros por hora el cartel de Máxima 60 no tendría mucho sentido. Bueno, tampoco servirían los carteles de Máxima 1000. Y los de Máxima 10.000, recién licitados y ya en producción, no servirían más que de adorno. Plata tirada a la basura.

La revolución digital está repleta de ejemplos de esta clase. Para no extenderme, acá va uno que conmoverá hasta al más recio.

Como seguramente sabés, existen ahora impresoras 3D de bajo costo. Con ellas es posible fabricar armas de fuego partiendo de diseños disponibles públicamente en Internet. Todo mal. Hay que regular esa tecnología. Ya mismo.

No tan rápido. Aunque todos estamos de acuerdo en que la proliferación de armas descartables es un horror, la regulación podría causar más daños que beneficios. ¿Por qué? Porque si hubiéramos regulado a tiempo esta industria, limitando el acceso a las impresoras 3D y a los diseños de código fuente abierto, entonces hoy sería imposible que personas que han sufrido la amputación de sus manos construyan sus propias prótesis funcionales ¡en sus casas!

Las impresoras 3D, la miniaturización y el código abierto están dando origen a los milagros que pueden ver en esta tremenda nota de la CNet (en inglés).

El Estado justo

Pero hay algo más. Estas tecnologías no sólo van demasiado rápido para los mecanismos de decisión, debate y regulación estándar, sino que tienen un efecto multiplicador sobre todas las demás actividades. Un intervencionismo excesivo del Estado y el progreso técnico se estanca. Un solo año de estancamiento digital causa décadas de atraso en todas las actividades que conducen a la prosperidad de una nación. La consecuencia es más pobreza, más precarización, menos inclusión, menos oportunidades, menos movilidad social y, como consecuencia nefasta, menos paz.

Opuestamente, sin ninguna intervención del Estado, estas "herramientas capaces de crear herramientas", como dice uno de los entrevistados de la nota de CNet que cito arriba, podrían originar situaciones de pesadilla, una distopía en la que las compañías de tecnología deciden sobre nuestro destino.

Como de costumbre, la posición más equitativa no está en ninguno de los dos extremos.

Pero antes incluso de debatir qué, cómo y cuánto intervenir, creo que hay que revisar lo que significa no ya la frase regular Internet, sino el verbo regular. Es bastante inverosímil que todas las actividades humanas se hayan visto profundamente transformadas por la revolución digital, excepto (insisto, excepto) la metodología de debate, decisión y legislación.

Tengo la impresión de que antes de ser apta para regular Internet la misma actividad regulatoria necesitará un upgrade.
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