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De cómo terminan nuestros presidentes
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Publicación: Sábado 19 de junio de 2010.
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Autor: Pablo Mendelevich, Director de la Carrera de Periodismo de la Universidad de Palermo.
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De Rivadavia a Cristina

Una mirada sobre los agujeros negros de la institucionalidad argentina a través de la historia. Demócratas vs. militares. La cañonera de Perón, el taxi de Illia y el helicóptero de De la Rúa.

Tres casos. Perón no pudo completar dos de sus tres mandatos. Alfonsín abandonó el poder antes. Fernández desoyó los consejos de Kirchner para irse tras la crisis del campo.

Para saber la hora, ¿hay algo peor que un reloj descompuesto? Sí, hay algo peor: creer que el reloj descompuesto anda bien. Una cosa parecida sucede con la inestabilidad institucional. Fingimos una normalidad recuperada que no existe. Supusimos que el repliegue definitivo de los militares y la veneración a la democracia cada mañana bastaron para que el sistema alcanzase ya la velocidad crucero. En ese marco, hasta nos creímos que la mera pregunta de si el presidente de turno llegará o no a completar su mandato esconde, invariablemente, deseos “destituyentes”. Las estadísticas presidenciales dicen otra cosa. Lo normal en la Argentina es la anormalidad. ¿Por qué esperar algo distinto?

Sin considerar a las irreductibles minorías totalitarias que participarían de un golpe de Estado si tuvieran dónde anotarse, cuando un argentino de a pie se pregunta, por ejemplo, si Cristina Kirchner llega o no a diciembre del 2011 lo que en realidad está queriendo saber es si la historia sigue como siempre o de una vez haremos lo que la Constitución manda. Veámoslo al revés: si Cristina Kirchner consigue dejar el poder el 10 de diciembre del 2011 al mediodía, como debería, se convertirá en el primer presidente de la historia que gobierna cuatro años. El mandato de cuatro años rigió para los presidentes elegidos en 1973 (Cámpora, Perón e Isabel Perón) y fue repuesto en 1994. Nunca nadie pudo cumplirlo.

Si casi ningún gobierno dura lo que debe durar, si la mayoría tiene finales traumáticos o excepcionales, ¿de qué normalidad institucional hablamos? La última vez que hubo en nuestro país una serie ordenada de más de dos presidentes ajustados a la Constitución sin que mediara renuncia, enfermedad, muerte ni destitución fue a fines del siglo XIX: Mitre, Sarmiento, Avellaneda y Roca (en 1890, la caída de Juárez Celman, que estrenó las crisis económicas desestabilizadoras, echó a perder la regularidad). La mejor serie siguiente fue apenas de dos: Yrigoyen y Alvear, entre 1916 y 1928. Después del golpe de 1930 nunca más hubo siquiera dos consecutivos que gobernaran el tiempo estipulado constitucionalmente. Las proezas fueron por unidad y poco abundantes. Sólo completaron mandatos Justo (1932-38), que no cuenta, porque llegó con fraude y proscripción de la oposición, Perón en el primer mandato (1946-52) y Menem (1989-95), también en el primer mandato (la última vez que rigieron los seis años).

El segundo mandato de Menem (julio de 1995-diciembre de 1999) y el de Kirchner (mayo del 2003-diciembre del 2007), quizás dados por buenos en el imaginario colectivo en cuanto a estabilidad institucional, debían durar 1.461 días, cuatro años, pero sufrieron alargues artificiales. Fueron de 1.616 y 1.660 días respectivamente (el caso de Menem, mediante una cláusula transitoria de la Constitución, el de Kirchner por ley).

Se quedaron en la Casa Rosada más tiempo del que les correspondía porque se ofrecieron a cursar “períodos excepcionales” con el argumento de reparar desajustes de sus antecesores (Menem de Alfonsín y Kirchner de Duhalde), lo que a su vez produjo nuevos problemas institucionales, ya que los mandatos presidenciales se desfasaron de los mandatos legislativos.

Mala costumbre. La Argentina descentrada: irse a destiempo pasó a ser todo lo contrario. Si antes el problema era que muchos presidentes –aparte de los derrocados por golpes cívico militares– renunciaban (desde Rivadavia, Juárez Celman y Luis Sáenz Peña, hasta Cámpora, Alfonsín, De la Rúa, Rodríguez Saá y Duhalde), es decir, eran abortantes, ahora seguían de largo: tiempo de parches. Más faltas de puntería con el reloj institucional, como si en un régimen presidencialista se tratara de un mero detalle. ¿Nadie embocó los cuatro años? El único presidente que hasta hoy se acercó a esa medida, ironías de la historia, fue Onganía, el segundo dictador más duradero (le faltaron tres semanas, pero tuvo la mala idea, un viernes de 1970, de avisarles a los altos mandos que pensaba quedarse veinte o treinta años más; el lunes Lanusse lo echó).

Con tanto calendario cambiado pocos recuerdan que Duhalde se fue medio año antes de lo que debía, igual que Alfonsín, aunque lo suyo no fue caída con red híperinflacionaria agujereada sino paraguas antes de que llueva: se autoacortó con una renuncia predatada, digitó al sucesor y dejó el poder, eso sí, entre aplausos, con alta imagen como se dice ahora. Lo contrario de como salieron todos sus antecesores, por lo menos desde Isabel Perón en adelante. El mismísimo Rivadavia, Adán de la república cuyo inexistente sillón suele ser nombrado para honrar una institucionalidad fallida que desaguó en la tiranía de Rosas, ya había inaugurado la curva del aprecio eufórico al inicio y el desprecio impiadoso al final. Los presidentes llegaban muy bien y salían muy mal –tanto en puntualidad como en calor público–, ingratitud que soportaron de parte de buena parte de la población, incluso, Yrigoyen, Perón, Frondizi y la ya mencionada Isabel Perón el día de sus derrocamientos. Podría decirse que en los casos de finales precipitados el proceso de desgaste se aceleró –o que la cultura política se volvió más impaciente–, no tanto porque el peronismo liquidó a Rodríguez Saá en seis días como por el caso del último presidente surgido del voto popular que acabó destronado, De la Rúa, puesto por uno de cada dos argentinos apenas dos años antes de ser blanco de infinitas burlas.

Casos. En el libro “El Final”, al reconstruir la historia de cada uno de los presidentes argentinos desde 1826 a la fecha y hurgar en cómo salieron de la Casa Rosada, en el capítulo dedicado al Perón de 1955 cuento un episodio poco conocido de aquel largo derrocamiento: el gran líder de masas sumido en una soledad absurda, bajo una lluvia torrencial, pidiéndole ayuda a un colectivero que dormía sobre el volante a un costado de una calle portuaria. Perón, en ese momento prófugo, iba en un Cadillac desde Virrey del Pino y Cabildo, la casa del embajador de Paraguay Juan Ramón Chaves, hasta la dársena A, para abordar la cañonera que desde ese día sería famosa. Es una increíble estampa de la pérdida del poder. No la única. También está la dignidad de Illia pidiendo un taxi para no irse de la Casa Rosada en un auto oficial de los golpistas. O la salida peatonal de Farrel, el único presidente de facto que dejó cría política y que el 4 de junio de 1946, después de ponerle la banda presidencial a Perón, se fue por la calle casi sin ser reconocido. Tampoco nadie le palmeó la espalda en los siguientes 34 años (murió en 1980) por haber sido el virtual partero del peronismo.

Con todo, a Farrel le fue mejor que a Yrigoyen, el primer depuesto, quien como ex presidente vivió en sucesivos camarotes de barcos de guerra, preso, enfermo y procesado, antes de que lo confinaran durante un año y medio a la isla Martín García. La figura de Yrigoyen sólo volvió a convocar una multitud importante en 1933, el día de su sepelio. Mucho antes, Derqui, quien en 1860 apenas había llegado a gobernar un año y medio (prácticamente el mismo lapso que Rivadavia, Quintana, J. F. Uriburu, Guido, Bignone y Duhalde), tuvo un entierro solitario y miserable, solventado mediante colecta pública.

Ser nacional. La historia de la serie presidencial es tan apasionante como reveladora. Primero, porque ayuda a ordenar la historia argentina. Los norteamericanos estudian su pasado sobre la base de la línea de los presidentes. Claro, la suya es de una regularidad envidiable (ni siquiera fue alterada por los cuatro magnicidios ni por la caída de Nixon). Nosotros no lo hacemos con igual método, quizás, por el temor a atravesar un territorio escarpado, lleno de sombras, difícil de sistematizar. ¿O será, también, por miedo a asumir que esa serie tenebrosa, a veces grotesca (el 4 de junio de 1943, por ejemplo, el general Rawson se apoltronó en el sillón presidencial; a los tres días sus pares le dijeron que había habido un malentendido y lo sacaron) es la historia que nos pertenece? Por algo cuesta tanto ornamentar el Salón de los Bustos de la Casa Rosada. Cuando se trata de bronces, la división escolar entre facto y jure parece que no alcanza para clasificar a malos y buenos. Alfonsín, por ejemplo, ya entró, pero el gobierno peronista de los Kirchner no se anima a mandar a esculpir a Lastiri y a Isabel, que fueron anteriores. A lo mejor no se trata, primero que nada, de juzgar, sino de hacernos cargo de que lo que pasó nos pasó. Es nuestro. Y algo diferente de lo que a menudo creemos.
 
 
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