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de la
sociología y sus adaptaciones economicistas, sustantivan
esos “activos intangibles” que han ido cobrando peso
y atención crecientes en la literatura especializada. La
“identidad personal”, la “profesional” y
la “organizativa” han convergido incluso en una suerte
de “hermenéutica de las organizaciones”, que
bebe sin pruritos de las identidades narrativas descifradas por
la pluma de Paul Ricoeur (cf. Hatch y Schultz, 2004). Lo que podría
generalizarse como “identidades de mercado” es transferible
también a los intentos de los estados nacionales por posicionarse
en los competitivos terrenos del turismo y las exportaciones, a
través de herramientas relativamente novedosas como las “marcas
país”, que “blanquean” desprejuiciadamente
las otrora cuestionadas relaciones entre política cultural,
producción simbólica, producción material y
objetivos de desarrollo económico, confinando en el arcón
de la abuela las viejas diatribas a la racionalidad técnica.
El devenir de las identidades en la desterritorialización
de las culturas
La llamada “globalización” ha representado,
indudablemente, mucho más que el desmantelamiento de los
modelos económicos alternativos al capitalismo avanzado:
ha significado también el derrumbe de las barreras legales
y mentales que los gobiernos opusieron tradicionalmente al mercado
de bienes, valores y arquetipos. Las reacciones ante ese proceso
han sido dobles: por un lado, la creación de superfederaciones
transnacionales de las cuales Europa sigue siendo el ejemplo; por
otro, las retribalizaciones étnicas y religiosas, que erosionan
la estructura pretendidamente homogénea del Estado-Nación.
La tensión generada por esa “realidad dual” apertura
vs. aislamiento; alineación vs. contrahegemonía traza
laberínticos surcos en la cartografía de las culturas.
En ese contexto, la hibridación cultural, sin ser de ningún
modo un fenómeno reciente (cf. García Canclini, 1995),
se ha visto vertiginosamente alentada por las aceleradas aplicaciones
de las tecnologías de la telecomunicación en particular,
las redes de información, a las que resultaría ingenuo
calificar de impredecibles. Los “nuevos territorios culturales”
fundados en las mezclas, sin embargo, no comprometen tanto a los
grupos como a los individuos: cada uno de ellos se vincula a diversas
culturas, de acuerdo con sus roles y oportunidades de consumo, experiencias
y, en algunos casos, preferencias. En este sentido, autores como
James Lull han observado, hace más de un lustro, que la coherencia
cultural como modo de vida ha dejado de ser un imperativo para la
asunción de la propia identidad; la cultura se definiría
hoy como una red de pertenencias que cumplen las funciones de instrumentos
de autocomprensión, interacción social y placer, aún
sin descartar la influencia del poder institucionalizado, y sería
en sus intersecciones donde los sujetos van negociando sus representaciones
y referentes identitarios (Lull, 1997).
Por otra parte, las formas cibernéticas de
socialización han dado a luz a nuevas categorías de
identidad, como las inducidas dentro de las “comunidades virtuales”,
en las cuales se establecen fuertes lazos comunicativos y se tejen
espacios de dominación y resistencia, a la manera de los
aparatos ideológicos; formatos como los weblogs, bitácoras
de los más variados contenidos, no sólo autorizan
la libre creación de identidades ficcionales fuera del campo
literario tradicional, sino que también aglutinan, en sus
“comentarios”, a identidades virtuales satélites,
que salen de la instantaneidad de los foros y los chats para fijar
públicamente sus propios recorridos narrativos.
Este desdibujamiento de las identidades culturales
a favor de identidades personales flexibles, múltiples y
supuestamente autónomas acarrea, desde ya, nuevas incertidumbres:
¿es esto el triunfo definitivo del sujeto descentrado de
la posmoder-nidad frente al monolítico sujeto del pensamiento
moderno?; ¿es su des-realización o su reformulación?;
y, más concreta-mente: ¿son estas “nuevas identidades
individuales” marcas del insaciable anhelo de ser, o marcas
del también insaciable apetito de los mercados?
Y, finalmente, el deseo (a modo de conclusión)
Las respuestas a los interrogantes anteriores exigirían
un trabajo teórico sobre las identidades que, sin dejar de
lado su carácter de constructos sociales, permitiera reinscribirlas
en el arco de significaciones que se extiende desde el sujeto hasta
la intersubjetividad. Las representaciones identitarias podrían
verse así tanto como resultados de procesos históricamente
situados o como actantes de esos mismos procesos, movilizadores
de los seres empíricos que les confieren sentido. Lo que
debe quedar claro es que el cauce de esas identidades continuamente
reconstruidas no puede agotarse en la celebración del presente
inmediato ritualizada a través del consumo, sino que reclama
un principio de solidez y de inteligibilidad en las dimensiones
imaginarias pero irrevocables del pasado la memoria y del futuro
el proyecto: la conciencia histórica y la confianza en un
mañana posible son los verdaderos ojos de la reflexión
sobre la identidad. Como apuntara Agnes Heller, hoy se hace necesario
postular un Yo capaz de hacer frente a toda forma de opresión,
lo suficientemente formado para no ser violado; si se admite negligentemente
la deconstrucción del Yo,
[…] si se deja el Yo totalmente des-hecho, cualquiera puede
violarnos, y ni siquiera sabremos si hemos sido violados. El yo
des-hecho es la materia bruta del totalitarismo (Heller, 1990: 380)
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