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Universidad de Palermo
   
27 de Julio
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CASCO HISTÓRICO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES

LA IDENTIDAD COMO MEMORIA Y PROYECTO.
Un abordaje transdiciplinar a las contrucciones identitarias.

Autora: María Elsa Bettendorff

Por otra parte, Costa reconoce como basamento teórico de esta noción al trabajo reflexivo de la Bauhaus, escuela alemana en cuya corta existencia entre 1919 y 1933 buscó, entre otras cosas, trasladar la estética a la práctica proyectual del diseño de objetos, productos y mensajes; el pragmatismo norteamericano habría llevado al aún frecuente equívoco de reducir la “identidad corporativa” al diseño gráfico, especialmente el de marcas y packaging. Para Joan Costa “todo es soporte de identidad”, no sólo los distintivos gráficos, los embalajes y la publicidad de los productos, ya que aquélla se define como “la esencia institucional de la empresa” que, sugestivamente, puede “diseñarse” y es el eje de expresiones funcionales y emocionales tales como “personalidad”, “estilo”, “cultura” e “imagen” (Costa, 2003).

El hecho es que conceptos como éstos ponen en evidencia el pasaje de las “sociedades industriales” a las “sociedades de servicios” propias de la reestructuración operada en los mercados económicos y laborales del Primer Mundo en las últimas décadas del siglo pasado; este deslizamiento en las bases materiales de los sistemas sociales, controlado por las políticas neoliberales hegemónicas, estuvo necesariamente acompañado por una reconsideración y un redireccionamiento del “capital” y los “valores” de empresas e instituciones hacia factores de índole cualitativa, consecuentes con el nuevo paradigma productivo. La “identidad” pasa a asociarse, en este escenario, al patrimonio de la organización, junto al “capital intelectual” humano o estructural y otras nociones que, con el auxilio

 
 

de la sociología y sus adaptaciones economicistas, sustantivan esos “activos intangibles” que han ido cobrando peso y atención crecientes en la literatura especializada. La “identidad personal”, la “profesional” y la “organizativa” han convergido incluso en una suerte de “hermenéutica de las organizaciones”, que bebe sin pruritos de las identidades narrativas descifradas por la pluma de Paul Ricoeur (cf. Hatch y Schultz, 2004). Lo que podría generalizarse como “identidades de mercado” es transferible también a los intentos de los estados nacionales por posicionarse en los competitivos terrenos del turismo y las exportaciones, a través de herramientas relativamente novedosas como las “marcas país”, que “blanquean” desprejuiciadamente las otrora cuestionadas relaciones entre política cultural, producción simbólica, producción material y objetivos de desarrollo económico, confinando en el arcón de la abuela las viejas diatribas a la racionalidad técnica.

El devenir de las identidades en la desterritorialización de las culturas

La llamada “globalización” ha representado, indudablemente, mucho más que el desmantelamiento de los modelos económicos alternativos al capitalismo avanzado: ha significado también el derrumbe de las barreras legales y mentales que los gobiernos opusieron tradicionalmente al mercado de bienes, valores y arquetipos. Las reacciones ante ese proceso han sido dobles: por un lado, la creación de superfederaciones transnacionales de las cuales Europa sigue siendo el ejemplo; por otro, las retribalizaciones étnicas y religiosas, que erosionan la estructura pretendidamente homogénea del Estado-Nación. La tensión generada por esa “realidad dual” apertura vs. aislamiento; alineación vs. contrahegemonía traza laberínticos surcos en la cartografía de las culturas.
En ese contexto, la hibridación cultural, sin ser de ningún modo un fenómeno reciente (cf. García Canclini, 1995), se ha visto vertiginosamente alentada por las aceleradas aplicaciones de las tecnologías de la telecomunicación en particular, las redes de información, a las que resultaría ingenuo calificar de impredecibles. Los “nuevos territorios culturales” fundados en las mezclas, sin embargo, no comprometen tanto a los grupos como a los individuos: cada uno de ellos se vincula a diversas culturas, de acuerdo con sus roles y oportunidades de consumo, experiencias y, en algunos casos, preferencias. En este sentido, autores como James Lull han observado, hace más de un lustro, que la coherencia cultural como modo de vida ha dejado de ser un imperativo para la asunción de la propia identidad; la cultura se definiría hoy como una red de pertenencias que cumplen las funciones de instrumentos de autocomprensión, interacción social y placer, aún sin descartar la influencia del poder institucionalizado, y sería en sus intersecciones donde los sujetos van negociando sus representaciones y referentes identitarios (Lull, 1997).

Por otra parte, las formas cibernéticas de socialización han dado a luz a nuevas categorías de identidad, como las inducidas dentro de las “comunidades virtuales”, en las cuales se establecen fuertes lazos comunicativos y se tejen espacios de dominación y resistencia, a la manera de los aparatos ideológicos; formatos como los weblogs, bitácoras de los más variados contenidos, no sólo autorizan la libre creación de identidades ficcionales fuera del campo literario tradicional, sino que también aglutinan, en sus “comentarios”, a identidades virtuales satélites, que salen de la instantaneidad de los foros y los chats para fijar públicamente sus propios recorridos narrativos.

Este desdibujamiento de las identidades culturales a favor de identidades personales flexibles, múltiples y supuestamente autónomas acarrea, desde ya, nuevas incertidumbres: ¿es esto el triunfo definitivo del sujeto descentrado de la posmoder-nidad frente al monolítico sujeto del pensamiento moderno?; ¿es su des-realización o su reformulación?; y, más concreta-mente: ¿son estas “nuevas identidades individuales” marcas del insaciable anhelo de ser, o marcas del también insaciable apetito de los mercados?


Y, finalmente, el deseo (a modo de conclusión)

Las respuestas a los interrogantes anteriores exigirían un trabajo teórico sobre las identidades que, sin dejar de lado su carácter de constructos sociales, permitiera reinscribirlas en el arco de significaciones que se extiende desde el sujeto hasta la intersubjetividad. Las representaciones identitarias podrían verse así tanto como resultados de procesos históricamente situados o como actantes de esos mismos procesos, movilizadores de los seres empíricos que les confieren sentido. Lo que debe quedar claro es que el cauce de esas identidades continuamente reconstruidas no puede agotarse en la celebración del presente inmediato ritualizada a través del consumo, sino que reclama un principio de solidez y de inteligibilidad en las dimensiones imaginarias pero irrevocables del pasado la memoria y del futuro el proyecto: la conciencia histórica y la confianza en un mañana posible son los verdaderos ojos de la reflexión sobre la identidad. Como apuntara Agnes Heller, hoy se hace necesario postular un Yo capaz de hacer frente a toda forma de opresión, lo suficientemente formado para no ser violado; si se admite negligentemente la deconstrucción del Yo,

[…] si se deja el Yo totalmente des-hecho, cualquiera puede violarnos, y ni siquiera sabremos si hemos sido violados. El yo des-hecho es la materia bruta del totalitarismo (Heller, 1990: 380)


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