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arribar
alconcepto de identidad narrativa, superador de las visiones opuestas
del sujeto soberano de la modernidad y del sujeto disuelto o fraccionado
de Hume o Nietzsche. El sujeto al que remite esta identidad no es
un Yo cerrado sino, como ya dijimos, un sujeto expuesto al contexto
que trabaja sobre la tradición cultural y es capaz de innovación.
Las identidades aparecen así dispuestas sobre una “trama
narrativa”, como síntesis de la diversidad; los agentes
de esa narración “interactúan, nacen, mueren,
transmutan, aparecen, desaparecen, luchan, decaen, vencen, desean,
se fugan”: son producto de ficciones en las que, sin embargo,
hay componentes de verdad o realidad por obra de la mímesis.
En suma: la noción de identidad narrativa autoriza a interpretar
a los sujetos y sus identidades como efectos discursivos de un relato
a la vez histórico y literario, a lo largo de la línea
del tiempo. En un texto más reciente en el que revisa sus
teorías, a propósito de sus análisis sobre
las relaciones entre la afirmación de la identidad personal
o colectiva y la función narrativa, Ricoeur advierte:
[…] La distinción que propongo entre identidad-idem
e identidad-ipse sólo refuerza la capacidad de contar y de
contarse, y de responder así a la pregunta: “¿quién
soy?” Esta capacidad no es evidente, como lo atestigua la
impotencia de los sobrevivientes de los campos de concentración
para elevar su memoria lastimada al plano de la expresión
verbal por medio del relato (Ricoeur, 1999: 129).
Observaciones como ésta invitan a pensar en
identidades de sujetos colectivos tales como “sobrevivientes
del Holocausto”, “veteranos de la guerra de Malvinas”
o “hijos de desapareci-dos” al modo de protagonistas
de historias que van desde experiencias individuales intransferibles
y difícilmente comunicables, teñidas por el sufrimiento
y la pérdida, a figuraciones oportunamente delineadas en
el imaginario de una comunidad, que son procesadas y reprocesadas
por la denominada “memoria colectiva”. Recurrir a esta
nueva locución nos obliga a otra indagación en el
andamiaje conceptual de las ciencias sociales.
La noción de “memoria colectiva” fue precisada
con elocuencia ya en la primera mitad del siglo XX, a través
de las reflexiones del filósofo y sociólogo Maurice
Halbwachs discípulo de Bergson y Durkheim acerca de la memoria,
el tiempo y las sociedades. Este pensador despeja la confusión
frecuente entre este tipo de memoria y la mal llamada a su juicio
“memoria histórica”: para Halbwachs, la Historia
y la memoria colectiva son dos diferentes registros del pasado;
la primera no comienza sino donde termina la tradición, es
decir, en el punto donde se “descompone” o agota la
memoria social (Halbwachs, 1968). La memoria colectiva debe entenderse
como una corriente de pensamiento continuo, que no retiene del pasado
sino lo que todavía está vivo o es capaz de permanecer
vivo en la conciencia del grupo que la mantiene, mientras que la
Historia se ubica fuera de los grupos, por debajo o por encima de
ellos, obedeciendo a una necesidad didáctica de esquematización.
De esta manera, en el desarrollo constante de la memoria colectiva
no habría líneas claramente delimitantes como en la
Historia, sino más bien contornos irregulares e inciertos,
de tal manera que en ella el presente no se opone al pasado, como
ocurre con el reconocimiento de períodos históricos.
Resulta claro que la existencia de diferentes grupos en el seno
de las sociedades da lugar a diversas memorias colectivas, mientras
que la Historia pretende presentarse como la memoria universal del
género humano o, al menos, como la memoria de una parte del
género humano; frente a esta ambición universalista,
la memoria colectiva se define como:
[…] el grupo visto desde dentro […]. Ella presenta al
grupo una pintura de sí mismo que transcurre, sin dudas,
en el tiempo, ya que se trata de su pasado, pero de tal manera que
él se reconozca siempre en ella (Halbwachs, 1968: 77 la traducción
es nuestra).
La memoria colectiva se identificaría, entonces,
con el endogrupo (i.e., el grupo de pertenencia). Esta caracterización
nos conduce a postularla como la enunciadora implícita de
los relatos identitarios, al actuar como bisagra entre la narrativa
individual y la narrativa social, y al convertir en “pasado
compartido” por el grupo lo que se experimentó fragmentariamente.
Agreguemos que la actividad narradora de esa memoria
colectiva, propulsora de los relatos identitarios, es, así
como continua y fluida, contingente, pues está sometida a
fuerzas e intereses coyunturales. Pese a las advertencias de Halbawachs
respecto de su carácter microsocial, es evidente que ella
está afectada por factores macrosociales: tanto las instituciones
nacionales o religiosas escuela, Iglesia como los mass media y la
literatura aunque esta última, cada vez menos que los anteriores,
y hasta el mismo espacio urbano con sus monumentos, nombres de calles,
edificios “patrimoniales”, etc. contribuyen a dictar
los contenidos de sus narraciones, señalando a los grupos
cuáles son los hechos que merecen recordarse y por omisión
cuáles deben ahogarse en el olvido Se ha hablado, incluso,
de “políticas de la memoria colectiva”, en alusión
a los esfuerzos del poder por tamizar ese pasado compartido y asegurar
una “memoria oficial”, defenderla y conservarla (cf.
Bergero y Reati, 1997).
Un sujeto ideológico
Los conceptos recogidos en el apartado anterior redirigen
nuestra atención a la esfera de los discursos sociales, entendidos
éstos como expresiones difusas o latentes de la doxa y como
co-texto de los enunciados efectivos que circulan en una sociedad,
tal como se aclarara en la introducción de este ensayo. Si,
como acabamos de ver, es posible identificar a la memoria colectiva
con los grupos sociales y su exigencia de dotarse de una autoimagen
con una cierta, aunque maleable, persistencia temporal, también
se hace viable conectar sus “contornos irregulares e inciertos”
con ese co-texto, del que sería parte integrante, y situar
a la identidad comunitaria como sujeto ideológico antes que
lógico de sus narraciones y argumentaciones.
Retomando las lecturas de Angenot ya citadas, adoptamos
su comprensión de los sujetos ideológicos como entidades
imaginarias determinadas y definidas únicamente por un conjunto
de axiomas y presupuestos que proceden del sistema ideológico
de una comunidad, es decir, del repertorio de ideologemas i.e.,
máximas subyacentes al desarrollo argumentativo de los enunciados
efectivos, que toman cuerpo en fórmulas cristalizadas, cercanas
a los estereotipos que circulan en ella (Angenot, 1989). Es así
que entidades abstractas como “instinto maternal” o
“democracia liberal” resultan de las series fraseológicas
que se disponen en torno a ellas, como una constelación,
otorgándoles la condición de evidencias indiscutibles
y, por lo tanto, realidad. Lo mismo ocurriría con tópicos
identitarios tales como “ser nacional”, “identidad
nikkei” o “identidad lésbica”, para ofrecer
ejemplos de variada extensión y naturaleza.
Como sujetos ideológicos de los relatos tejidos
por memorias colectivas de mayor o menor amplitud social, las identidades
cobran cuerpo y consistencia para aquellos que las sostienen-soportan,
proveyéndolos de los marcos de referencia requeridos para
su auto-reconocimiento como partes de un grupo o un pueblo. Las
identidades son para ellos, de este modo, garantía de una
existencia supra-individual que, así como los compromete,
los precede y los trasciende, conjurando el atávico temor
a la disolución, la sinrazón y el vacío.
Identidad y otredad; estereotipos y realidad
Hasta este punto, hemos tratado a las identidades
colectivas principalmente como factores cohesivos y figuraciones
autor-referenciales, recurriendo a nociones extraídas de
paradigmas filosóficos, sociológicos y socio-lingüísticos.
De estas nociones, se infieren permanentemente los mecanismos diferenciadores
que intervienen en su elaboración, como hemos anotado en
más de una ocasión: si, como hemos visto, lo que se
concibe como “identidad” es la percepción compartida
de un “nosotros” habitado por una memoria narradora,
esta percepción es, simultáneamente, distintiva, porque
se fija frente a un “otros” con el que se establece
una relación de implicación. Ningún grupo humano
se autopercibe y se autodefine más que por oposición
a la forma en la que percibe y define a otro grupo humano, y es
en esa oposición donde obtiene su horizonte identitario.
Por otro lado, si contrastáramos estos puntos de vista con
las descripciones del aparato psíquico procedentes del psicoanálisis
freudiano, se haría necesario considerar lo que de “otro”
hay en la subjetividad, a través de la tripartición
Yo-Ello-Superyó. Incluso algunas líneas de los estudios
lingüísticos resaltan la actividad modeladora de “lo
otro” exterior en el pensamiento y en el lenguaje de los individuos,
por medio de los conceptos de “polifonía”,“heterogeneidad
constitutiva”y “heterogeneidad mostrada” (cf.
Authier, 1981). Ese “ser a partir de otro”, sintetizado
luminosamente en las palabras de Rimbaud que sirven como epígrafe
a este trabajo, es tanto una indicación de unidad como de
diversidad, de seguridad como de inquietud.
Para profundizar ese aspecto, indisociable del de
la identi-ficación grupal, nos dejaremos guiar por algunos
desarrollos pertinentes de la psicología social.
Uno de los problemas más resaltados por las
investigaciones de corte psicosocial es el de cómo son objetivadas
y consensuadas la identidad y la diferencia, más allá
de la coerción cultural: ¿hay un fundamento en el
ámbito de lo real que de crédito a esas construcciones
sociales?; y si no lo hay, ¿cómo es posible que persistan
esas construcciones? En la mayoría de los discursos identitarios,
se presenta a estos procesos como hechos racionales y hasta naturales,
a través de argumentaciones étnicas, lingüísticas,
históricas, épicas, geográficas o míticas.
Tomemos como ejemplo extremo un fragmento de una proclama en defensa
de la identidad hispánica cristiana y castiza que puede leerse
hoy en una página de Internet:
[…] Es verdad que pudo haber una España
arábiga (Al-Andalus, que por cierto, en árabe significa
Vandalucía, "tierra de Vándalos") y otra
España judía (Sefarad), pero la España que
nosotros hemos heredado es la España que se hizo en lucha
contra los enemigos de la religión católica. La tolerancia
que se presume mostraron los musulmanes no fue tal, y si no: que
se lo pregunten a los mozárabes, cristianos que tuvieron
que vivir bajo el yugo musulmán […]. Sobre la "comunidad"
judía asentada en España por aquellas fechas de la
Edad Media sólo podemos decir que más que sufrir la
marginación de parte de los musulmanes o de los católicos
con los que coexistían, ellos mismos se apartaban, construyendo
sus propios barrios - las juderías o aljamas - por mor de
vivir aisaldos, evitando que el contacto con los "goim"
(que significa en hebreo cerdos, gentiles, calificativo con el que
los judíos denominaban indistintamente a cristianos y musulmanes)
les pudiera contaminar si entraban en contacto con ellos […].
La España que nosotros hemos heredado, guste o no, es la
que nos entregó el Rey Fernando III el Santo, que reconquistó
el Reino de Jaén a los musulmanes. La España de la
que nosotros venimos es la España de las Catedrales, la España
de los Caballeros cristianos que morían en Cruzada. La España
vigorosa que culminó su reconquista en 1492 y se lanzó
al descubrimiento, conquista, población y evangelización
de la América Hispana - que no "Latina" - construyendo
un Si bien no es frecuente encontrar este grado de animosidad xenófoba
en un enunciado sobre lo nacional se trata, claramente, de un discurso
racista sobre una supuesta pureza de sangre, orientado a descalificar
la llamada “Teoría de las Tres Culturas”, que
afirma el aporte aluvional de cristianos, musulmanes y judíos
en la constitución de España, la enumeración
de hechos-acontecimientos de un pasado glorioso y distintivo como
documento probatorio de una esencia inmanente al espíritu
de la etnia, en contraposición al pasado “oscuro”
de otros grupos, es un ejercicio habitual en los discursos conservadores
sobre la identidad; el “nosotros” invocado a lo largo
del fragmento se alimenta aquí del reconocimiento de un tiempo
heroico que, aunque lejano, dinamiza ciertos vínculos y rechaza
otros, los que suponen la presencia amenazante y perturbadora de
esos “ellos” despiadados o medrosos de cualquier modo,
moralmente inferiores ajenos a la más acendrada tradición
cristiana.
La búsqueda de fundamentos idiosincrásicos
en la realidad conlleva, como en este caso, el riesgo de la manipulación
a través de la estereotipia; sin embargo, la seducción
que ejercen semejantes manifestaciones sobre determinados grupos
no pasa por su grado de verosimilitud: esquemas como éstos,
aunque distorsionados respecto de sus “modelos” históricos,
confirman para quienes se ven reflejados en ellos una “superioridad
moral” en relación con otros grupos aquí, los
musulmanes y los judíos retroalimentándose así,
indefinidamente, los contenidos positivos del propio estereo-tipo
y los negativos del adjudicado a “los otros”. La teoría
de la identidad social, introducida en la psicología social
por Henri Tajfel en 1969, permite explicar, en parte, ese fenómeno:
según Tajfel, la tendencia de los grupos a acentuar las similitudes
de sus integrantes se produce siempre a expensas de otros grupos,
habitualmente, para valorizarse frente a éstos; proyectar
una imagen unificada de la propia comunidad permite confrontarla
a otras para evaluarla mejor; según numerosas experiencias
de campo, esta comparación es, por regla general, ventajosa
para el grupo al que pertenece el evaluador. Ese favoritismo lleva
a los sujetos del grupo en cuestión a incrementar el sentimiento
de su propio valor, es decir, a reforzar su autoestima. En resumen:
las representaciones estereotipadas del “sí mismo”
y del “otro” son siempre funcionales, aun cuando sean
deformadas (Amossy y Herschberg Pierrot, 2001). Paralelamente, el
“disminuir” al otro ayuda a conjurar la amenaza disolutiva
de lo diferente, a evitar el riesgo de confundirse en lo exterior
y ajeno, a conservar los lazos sociales que dan arraigo y autocomprensión
a los sujetos.
Sin embargo, no hay dudas de que lo que resulta “funcional”
para los grupos sirve también como argumento para validar
acciones que exceden los meros efectos psicosociológicos;
el sentimiento de “superioridad” así inducido
es una vía directa al etnocentrismo y a la intolerancia de
los pueblos, así como para la rivalidad más enconada
entre los conjuntos humanos que conviven en espacios próximos.
Como apuntara Habermas, demasiadas guerras y genocidios se han perpetrado
y siguen perpetrándose en nombre de ese sentimiento para
continuar invocando “los valores de la sangre, la tierra y
la religión” en forma despreocupada (Habermas, 1985).
De la comunidad a la empresa y viceversa: identidad y mercado
El tránsito de la “identidad individual”
a las “identidades colectivas” ha tenido a su vera,
en los últimos años, la consagración discursiva
de nuevas locuciones identitarias impulsadas desde las disciplinas
y sub-disciplinas dedicadas al estudio de las organizaciones formales
con fines sociales y comerciales instituciones, empresas, sus comunicaciones
y sus públicos. Es así que en el discurso de sociología
organizacional, en el de la teoría de las relaciones públicas
y en el del marketing, entre otros derivados, la expresión
“identidad corporativa”, estableciendo alianzas sistemáticas
con locuciones relativas al “parecer” o al “actuar”
de organismos civiles de distintos tipos “imagen corporativa”,
“cultura organizativa”, etc., recorre ávidamente
las manifestaciones y las oquedades de un “ser” determinante
y, sobre todo, diferenciador en la beligerante topografía
de los mercados locales e internacionales.
Sin la intención de abundar aquí en la innegable contribución
de este concepto a la dinámica comunicativa de las empresas
y las instituciones en general los trabajos compilados en la presente
publicación dan acabada cuenta de su utilidad estratégica,
nos detendremos brevemente en sus implicancias epistemológicas,
sugiriendo apenas los efectos semánticos del desplazamiento
del sujeto ideológico “identidad” de la superestructura
político-cultural a la infraestructura económico-productiva.
El ubicuo catalán Joan Costa, uno de los más
citados autores en el ámbito de las investigaciones hispanoamericanas
sobre la identidad y la imagen corporativas, encuentra un remoto
despegue histórico para la primera en la evolución
de las “marcas” comerciales europeas a partir de los
sellos y estampillas necesarios para la circulación de mercaderías,
luego isotipos y logotipos gracias a la imprenta de Gutenberg, todos
ellos con una clara función identificatoria. Esta función
marcaria, identitaria, se amplificaría a principios del siglo
XX, también en Europa, “con la idea innovadora de que
todas las manifestaciones de la empresa debían transportar
sus signos propios de identidad” (Costa, 2003). En 1908, cuando
Henry Ford “desarticulaba los procesos de trabajo en la cadena
de montaje en su factoría de Detroit”, países
como Alemania e Italia producían innovaciones comerciales
ya no apoyadas en los cuatro pilares clásicos del pensamiento
empresarial el capital, la organización, la producción
y la administración, sino en una suerte de “premonición”
de la identidad corporativa. Costa destaca que, en ese mismo año,
la empresa alemana AEG contrató al arquitecto, diseñador
y artista Peter Behrens para desarrollar una concepción unitaria
respecto de sus producciones, instalaciones y comunicaciones; más
tarde, el sociólogo Otto Neurath “aportaría
una visión inédita a la empresa, que ya no sería
aquella de la lógica productiva o administrativa, y que enlazaría
las relaciones humanas con las comunicaciones hacia el mercado”
(Costa, 2003). A mediados del siglo, las intuiciones pioneras del
fabricante y “visionario” italiano Camillo Olivetti
respecto de la función decisiva de las comunicaciones en
el desarrollo empresarial conducirían a la consolidación,
al interior de la compañía, de un departamento responsable
tanto del diseño industrial y gráfico como de las
relaciones comunicativas y culturales externas e internas. Exportada
a los Estados Unidos, esta concepción integral de la identidad
de empresa sería rebautizada, casi en forma definitiva, con
la denominación “identidad corporativa”.
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