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CASCO HISTÓRICO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES

LA IDENTIDAD COMO MEMORIA Y PROYECTO.
Un abordaje transdiciplinar a las contrucciones identitarias.

Autora: María Elsa Bettendorff

La teatralidad de las luchas identitarias a la que aluden los estudios culturales latinoamericanos sobre las mediaciones sociales encuentra un contundente sustento teórico en el más filosófico abordaje de la hermenéutica contemporánea. El “giro hermenéutico” en la filosofía y las ciencias sociales, tan exitosamente promovido por Hans-Georg Gadamer (cf. Gadamer, 1995), parte, como se sabe, del énfasis en el vínculo entre lenguaje y razón ya resaltado por Heidegger, Wittgenstein y Vygotski, desde sus respectivos marcos epistemológicos, y de la necesidad de reemplazar a la explicación cientificista por la comprensión-interpretación de los procesos culturales, enraizados en tradiciones, encuadrados en contextos históricos y dinamizados en interacciones discursivas. Su tesis fundamental es la de que la existencia humana siempre se inscribe en circunstancias, es decir, en un mundo constituido entre lo propio y lo extraño, y que esas circunstancias son “interpretativas”, es decir, concebibles desde una apertura que organiza la experiencia vital cuando se la explicita, representa o proyecta a través de las operaciones simbólicas propias del lenguaje.
Las prestaciones de la hermenéutica a la reflexión sobre la(s) identidad(es) son particularmente generosas en la obra del francés Paul Ricoeur, en especial Sí mismo como otro (1996) y Tiempo y narración (I, II y III, 1995-1996). Allí, el filósofo describe la doble tensión dialéctica entre la mismidad (término que evoca al idem, lo que el sujeto tendría de inmutable) y la ipseidad (que se refiere al ipse, a la identidad en función de un otro, con el que se mantendría una relación de implicación), lo que le permite

 
 

arribar alconcepto de identidad narrativa, superador de las visiones opuestas del sujeto soberano de la modernidad y del sujeto disuelto o fraccionado de Hume o Nietzsche. El sujeto al que remite esta identidad no es un Yo cerrado sino, como ya dijimos, un sujeto expuesto al contexto que trabaja sobre la tradición cultural y es capaz de innovación. Las identidades aparecen así dispuestas sobre una “trama narrativa”, como síntesis de la diversidad; los agentes de esa narración “interactúan, nacen, mueren, transmutan, aparecen, desaparecen, luchan, decaen, vencen, desean, se fugan”: son producto de ficciones en las que, sin embargo, hay componentes de verdad o realidad por obra de la mímesis. En suma: la noción de identidad narrativa autoriza a interpretar a los sujetos y sus identidades como efectos discursivos de un relato a la vez histórico y literario, a lo largo de la línea del tiempo. En un texto más reciente en el que revisa sus teorías, a propósito de sus análisis sobre las relaciones entre la afirmación de la identidad personal o colectiva y la función narrativa, Ricoeur advierte:
[…] La distinción que propongo entre identidad-idem e identidad-ipse sólo refuerza la capacidad de contar y de contarse, y de responder así a la pregunta: “¿quién soy?” Esta capacidad no es evidente, como lo atestigua la impotencia de los sobrevivientes de los campos de concentración para elevar su memoria lastimada al plano de la expresión verbal por medio del relato (Ricoeur, 1999: 129).

Observaciones como ésta invitan a pensar en identidades de sujetos colectivos tales como “sobrevivientes del Holocausto”, “veteranos de la guerra de Malvinas” o “hijos de desapareci-dos” al modo de protagonistas de historias que van desde experiencias individuales intransferibles y difícilmente comunicables, teñidas por el sufrimiento y la pérdida, a figuraciones oportunamente delineadas en el imaginario de una comunidad, que son procesadas y reprocesadas por la denominada “memoria colectiva”. Recurrir a esta nueva locución nos obliga a otra indagación en el andamiaje conceptual de las ciencias sociales.
La noción de “memoria colectiva” fue precisada con elocuencia ya en la primera mitad del siglo XX, a través de las reflexiones del filósofo y sociólogo Maurice Halbwachs discípulo de Bergson y Durkheim acerca de la memoria, el tiempo y las sociedades. Este pensador despeja la confusión frecuente entre este tipo de memoria y la mal llamada a su juicio “memoria histórica”: para Halbwachs, la Historia y la memoria colectiva son dos diferentes registros del pasado; la primera no comienza sino donde termina la tradición, es decir, en el punto donde se “descompone” o agota la memoria social (Halbwachs, 1968). La memoria colectiva debe entenderse como una corriente de pensamiento continuo, que no retiene del pasado sino lo que todavía está vivo o es capaz de permanecer vivo en la conciencia del grupo que la mantiene, mientras que la Historia se ubica fuera de los grupos, por debajo o por encima de ellos, obedeciendo a una necesidad didáctica de esquematización. De esta manera, en el desarrollo constante de la memoria colectiva no habría líneas claramente delimitantes como en la Historia, sino más bien contornos irregulares e inciertos, de tal manera que en ella el presente no se opone al pasado, como ocurre con el reconocimiento de períodos históricos. Resulta claro que la existencia de diferentes grupos en el seno de las sociedades da lugar a diversas memorias colectivas, mientras que la Historia pretende presentarse como la memoria universal del género humano o, al menos, como la memoria de una parte del género humano; frente a esta ambición universalista, la memoria colectiva se define como:
[…] el grupo visto desde dentro […]. Ella presenta al grupo una pintura de sí mismo que transcurre, sin dudas, en el tiempo, ya que se trata de su pasado, pero de tal manera que él se reconozca siempre en ella (Halbwachs, 1968: 77 la traducción es nuestra).

La memoria colectiva se identificaría, entonces, con el endogrupo (i.e., el grupo de pertenencia). Esta caracterización nos conduce a postularla como la enunciadora implícita de los relatos identitarios, al actuar como bisagra entre la narrativa individual y la narrativa social, y al convertir en “pasado compartido” por el grupo lo que se experimentó fragmentariamente.

Agreguemos que la actividad narradora de esa memoria colectiva, propulsora de los relatos identitarios, es, así como continua y fluida, contingente, pues está sometida a fuerzas e intereses coyunturales. Pese a las advertencias de Halbawachs respecto de su carácter microsocial, es evidente que ella está afectada por factores macrosociales: tanto las instituciones nacionales o religiosas escuela, Iglesia como los mass media y la literatura aunque esta última, cada vez menos que los anteriores, y hasta el mismo espacio urbano con sus monumentos, nombres de calles, edificios “patrimoniales”, etc. contribuyen a dictar los contenidos de sus narraciones, señalando a los grupos cuáles son los hechos que merecen recordarse y por omisión cuáles deben ahogarse en el olvido Se ha hablado, incluso, de “políticas de la memoria colectiva”, en alusión a los esfuerzos del poder por tamizar ese pasado compartido y asegurar una “memoria oficial”, defenderla y conservarla (cf. Bergero y Reati, 1997).

Un sujeto ideológico

Los conceptos recogidos en el apartado anterior redirigen nuestra atención a la esfera de los discursos sociales, entendidos éstos como expresiones difusas o latentes de la doxa y como co-texto de los enunciados efectivos que circulan en una sociedad, tal como se aclarara en la introducción de este ensayo. Si, como acabamos de ver, es posible identificar a la memoria colectiva con los grupos sociales y su exigencia de dotarse de una autoimagen con una cierta, aunque maleable, persistencia temporal, también se hace viable conectar sus “contornos irregulares e inciertos” con ese co-texto, del que sería parte integrante, y situar a la identidad comunitaria como sujeto ideológico antes que lógico de sus narraciones y argumentaciones.

Retomando las lecturas de Angenot ya citadas, adoptamos su comprensión de los sujetos ideológicos como entidades imaginarias determinadas y definidas únicamente por un conjunto de axiomas y presupuestos que proceden del sistema ideológico de una comunidad, es decir, del repertorio de ideologemas i.e., máximas subyacentes al desarrollo argumentativo de los enunciados efectivos, que toman cuerpo en fórmulas cristalizadas, cercanas a los estereotipos que circulan en ella (Angenot, 1989). Es así que entidades abstractas como “instinto maternal” o “democracia liberal” resultan de las series fraseológicas que se disponen en torno a ellas, como una constelación, otorgándoles la condición de evidencias indiscutibles y, por lo tanto, realidad. Lo mismo ocurriría con tópicos identitarios tales como “ser nacional”, “identidad nikkei” o “identidad lésbica”, para ofrecer ejemplos de variada extensión y naturaleza.

Como sujetos ideológicos de los relatos tejidos por memorias colectivas de mayor o menor amplitud social, las identidades cobran cuerpo y consistencia para aquellos que las sostienen-soportan, proveyéndolos de los marcos de referencia requeridos para su auto-reconocimiento como partes de un grupo o un pueblo. Las identidades son para ellos, de este modo, garantía de una existencia supra-individual que, así como los compromete, los precede y los trasciende, conjurando el atávico temor a la disolución, la sinrazón y el vacío.

Identidad y otredad; estereotipos y realidad

Hasta este punto, hemos tratado a las identidades colectivas principalmente como factores cohesivos y figuraciones autor-referenciales, recurriendo a nociones extraídas de paradigmas filosóficos, sociológicos y socio-lingüísticos. De estas nociones, se infieren permanentemente los mecanismos diferenciadores que intervienen en su elaboración, como hemos anotado en más de una ocasión: si, como hemos visto, lo que se concibe como “identidad” es la percepción compartida de un “nosotros” habitado por una memoria narradora, esta percepción es, simultáneamente, distintiva, porque se fija frente a un “otros” con el que se establece una relación de implicación. Ningún grupo humano se autopercibe y se autodefine más que por oposición a la forma en la que percibe y define a otro grupo humano, y es en esa oposición donde obtiene su horizonte identitario. Por otro lado, si contrastáramos estos puntos de vista con las descripciones del aparato psíquico procedentes del psicoanálisis freudiano, se haría necesario considerar lo que de “otro” hay en la subjetividad, a través de la tripartición Yo-Ello-Superyó. Incluso algunas líneas de los estudios lingüísticos resaltan la actividad modeladora de “lo otro” exterior en el pensamiento y en el lenguaje de los individuos, por medio de los conceptos de “polifonía”,“heterogeneidad constitutiva”y “heterogeneidad mostrada” (cf. Authier, 1981). Ese “ser a partir de otro”, sintetizado luminosamente en las palabras de Rimbaud que sirven como epígrafe a este trabajo, es tanto una indicación de unidad como de diversidad, de seguridad como de inquietud.

Para profundizar ese aspecto, indisociable del de la identi-ficación grupal, nos dejaremos guiar por algunos desarrollos pertinentes de la psicología social.

Uno de los problemas más resaltados por las investigaciones de corte psicosocial es el de cómo son objetivadas y consensuadas la identidad y la diferencia, más allá de la coerción cultural: ¿hay un fundamento en el ámbito de lo real que de crédito a esas construcciones sociales?; y si no lo hay, ¿cómo es posible que persistan esas construcciones? En la mayoría de los discursos identitarios, se presenta a estos procesos como hechos racionales y hasta naturales, a través de argumentaciones étnicas, lingüísticas, históricas, épicas, geográficas o míticas. Tomemos como ejemplo extremo un fragmento de una proclama en defensa de la identidad hispánica cristiana y castiza que puede leerse hoy en una página de Internet:

[…] Es verdad que pudo haber una España arábiga (Al-Andalus, que por cierto, en árabe significa Vandalucía, "tierra de Vándalos") y otra España judía (Sefarad), pero la España que nosotros hemos heredado es la España que se hizo en lucha contra los enemigos de la religión católica. La tolerancia que se presume mostraron los musulmanes no fue tal, y si no: que se lo pregunten a los mozárabes, cristianos que tuvieron que vivir bajo el yugo musulmán […]. Sobre la "comunidad" judía asentada en España por aquellas fechas de la Edad Media sólo podemos decir que más que sufrir la marginación de parte de los musulmanes o de los católicos con los que coexistían, ellos mismos se apartaban, construyendo sus propios barrios - las juderías o aljamas - por mor de vivir aisaldos, evitando que el contacto con los "goim" (que significa en hebreo cerdos, gentiles, calificativo con el que los judíos denominaban indistintamente a cristianos y musulmanes) les pudiera contaminar si entraban en contacto con ellos […]. La España que nosotros hemos heredado, guste o no, es la que nos entregó el Rey Fernando III el Santo, que reconquistó el Reino de Jaén a los musulmanes. La España de la que nosotros venimos es la España de las Catedrales, la España de los Caballeros cristianos que morían en Cruzada. La España vigorosa que culminó su reconquista en 1492 y se lanzó al descubrimiento, conquista, población y evangelización de la América Hispana - que no "Latina" - construyendo un Si bien no es frecuente encontrar este grado de animosidad xenófoba en un enunciado sobre lo nacional se trata, claramente, de un discurso racista sobre una supuesta pureza de sangre, orientado a descalificar la llamada “Teoría de las Tres Culturas”, que afirma el aporte aluvional de cristianos, musulmanes y judíos en la constitución de España, la enumeración de hechos-acontecimientos de un pasado glorioso y distintivo como documento probatorio de una esencia inmanente al espíritu de la etnia, en contraposición al pasado “oscuro” de otros grupos, es un ejercicio habitual en los discursos conservadores sobre la identidad; el “nosotros” invocado a lo largo del fragmento se alimenta aquí del reconocimiento de un tiempo heroico que, aunque lejano, dinamiza ciertos vínculos y rechaza otros, los que suponen la presencia amenazante y perturbadora de esos “ellos” despiadados o medrosos de cualquier modo, moralmente inferiores ajenos a la más acendrada tradición cristiana.

La búsqueda de fundamentos idiosincrásicos en la realidad conlleva, como en este caso, el riesgo de la manipulación a través de la estereotipia; sin embargo, la seducción que ejercen semejantes manifestaciones sobre determinados grupos no pasa por su grado de verosimilitud: esquemas como éstos, aunque distorsionados respecto de sus “modelos” históricos, confirman para quienes se ven reflejados en ellos una “superioridad moral” en relación con otros grupos aquí, los musulmanes y los judíos retroalimentándose así, indefinidamente, los contenidos positivos del propio estereo-tipo y los negativos del adjudicado a “los otros”. La teoría de la identidad social, introducida en la psicología social por Henri Tajfel en 1969, permite explicar, en parte, ese fenómeno: según Tajfel, la tendencia de los grupos a acentuar las similitudes de sus integrantes se produce siempre a expensas de otros grupos, habitualmente, para valorizarse frente a éstos; proyectar una imagen unificada de la propia comunidad permite confrontarla a otras para evaluarla mejor; según numerosas experiencias de campo, esta comparación es, por regla general, ventajosa para el grupo al que pertenece el evaluador. Ese favoritismo lleva a los sujetos del grupo en cuestión a incrementar el sentimiento de su propio valor, es decir, a reforzar su autoestima. En resumen: las representaciones estereotipadas del “sí mismo” y del “otro” son siempre funcionales, aun cuando sean deformadas (Amossy y Herschberg Pierrot, 2001). Paralelamente, el “disminuir” al otro ayuda a conjurar la amenaza disolutiva de lo diferente, a evitar el riesgo de confundirse en lo exterior y ajeno, a conservar los lazos sociales que dan arraigo y autocomprensión a los sujetos.

Sin embargo, no hay dudas de que lo que resulta “funcional” para los grupos sirve también como argumento para validar acciones que exceden los meros efectos psicosociológicos; el sentimiento de “superioridad” así inducido es una vía directa al etnocentrismo y a la intolerancia de los pueblos, así como para la rivalidad más enconada entre los conjuntos humanos que conviven en espacios próximos. Como apuntara Habermas, demasiadas guerras y genocidios se han perpetrado y siguen perpetrándose en nombre de ese sentimiento para continuar invocando “los valores de la sangre, la tierra y la religión” en forma despreocupada (Habermas, 1985).


De la comunidad a la empresa y viceversa: identidad y mercado

El tránsito de la “identidad individual” a las “identidades colectivas” ha tenido a su vera, en los últimos años, la consagración discursiva de nuevas locuciones identitarias impulsadas desde las disciplinas y sub-disciplinas dedicadas al estudio de las organizaciones formales con fines sociales y comerciales instituciones, empresas, sus comunicaciones y sus públicos. Es así que en el discurso de sociología organizacional, en el de la teoría de las relaciones públicas y en el del marketing, entre otros derivados, la expresión “identidad corporativa”, estableciendo alianzas sistemáticas con locuciones relativas al “parecer” o al “actuar” de organismos civiles de distintos tipos “imagen corporativa”, “cultura organizativa”, etc., recorre ávidamente las manifestaciones y las oquedades de un “ser” determinante y, sobre todo, diferenciador en la beligerante topografía de los mercados locales e internacionales.
Sin la intención de abundar aquí en la innegable contribución de este concepto a la dinámica comunicativa de las empresas y las instituciones en general los trabajos compilados en la presente publicación dan acabada cuenta de su utilidad estratégica, nos detendremos brevemente en sus implicancias epistemológicas, sugiriendo apenas los efectos semánticos del desplazamiento del sujeto ideológico “identidad” de la superestructura político-cultural a la infraestructura económico-productiva.

El ubicuo catalán Joan Costa, uno de los más citados autores en el ámbito de las investigaciones hispanoamericanas sobre la identidad y la imagen corporativas, encuentra un remoto despegue histórico para la primera en la evolución de las “marcas” comerciales europeas a partir de los sellos y estampillas necesarios para la circulación de mercaderías, luego isotipos y logotipos gracias a la imprenta de Gutenberg, todos ellos con una clara función identificatoria. Esta función marcaria, identitaria, se amplificaría a principios del siglo XX, también en Europa, “con la idea innovadora de que todas las manifestaciones de la empresa debían transportar sus signos propios de identidad” (Costa, 2003). En 1908, cuando Henry Ford “desarticulaba los procesos de trabajo en la cadena de montaje en su factoría de Detroit”, países como Alemania e Italia producían innovaciones comerciales ya no apoyadas en los cuatro pilares clásicos del pensamiento empresarial el capital, la organización, la producción y la administración, sino en una suerte de “premonición” de la identidad corporativa. Costa destaca que, en ese mismo año, la empresa alemana AEG contrató al arquitecto, diseñador y artista Peter Behrens para desarrollar una concepción unitaria respecto de sus producciones, instalaciones y comunicaciones; más tarde, el sociólogo Otto Neurath “aportaría una visión inédita a la empresa, que ya no sería aquella de la lógica productiva o administrativa, y que enlazaría las relaciones humanas con las comunicaciones hacia el mercado” (Costa, 2003). A mediados del siglo, las intuiciones pioneras del fabricante y “visionario” italiano Camillo Olivetti respecto de la función decisiva de las comunicaciones en el desarrollo empresarial conducirían a la consolidación, al interior de la compañía, de un departamento responsable tanto del diseño industrial y gráfico como de las relaciones comunicativas y culturales externas e internas. Exportada a los Estados Unidos, esta concepción integral de la identidad de empresa sería rebautizada, casi en forma definitiva, con la denominación “identidad corporativa”.

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