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Publicación: Lunes 20 de enero 2014
Sección: Opinión
Maximiliano Rusconi, Profesor de la Facultad de Derecho y ex Fiscal General de la Nación, escribe sobre cómo impacta el caso Campagnoli en el futuro del Sistema Judicial Argentino.
Una Justicia en crisis y la república olvidada
La reciente y lamentable suspensión del fiscal José María Campagnoli no es un hecho que deba interpretarse de modo aislado, ni un episodio de consecuencias sólo puntuales, sino, al contrario, un hito más que demuestra que la lucha por los abusos de poder, a favor del sistema republicano, de la transparencia en el ejercicio del poder y por el no avasallamiento de los ciudadanos, está lejos de haberse ganado y, para decir verdad, presenta en la actualidad retrocesos frente a los cuales nuestra generación se arrepentirá y la de nuestros hijos formulará los reproches más duros.

Si hubiera que explicarle a una persona cualquiera la esencia final del sistema judicial en el marco del modelo constitucional, deberíamos comenzar por subrayar la necesidad de que en la Justicia resida l a capacidad de nuestra comunidad de limitar la arrogancia de quienes ejercen funciones y responsabilidades públicas, desintegrar la creencia que algunos iluminados poseen de que ese poder es ilimitado y resguardar el oxígeno institucional del ciudadano que no está acompañado por ninguna mayoría.

Es por ello que cuando desde el propio sistema judicial, en las mismas entrañas de la administración de justicia, surgen comportamiento inconstitucionales, antirrepublicanos, autoritarios, la desazón que tamañas claudicaciones deben generar en nuestras conciencias cívicas es demoledora.

En los últimos tiempos hemos visto cómo, una y otra vez, pero sobre todo en las ocasiones en las que peligra el poder ilegítimo que ejercen algunos funcionarios, ya no ha alcanzado con el tráfico de influencias, ni siquiera con la corrupción económica, menos con la defensa leal con argumentos jurídicos, ni con la publicidad gubernamental, ni con los sorpresivos ascensos de los funcionarios incómodos de otras épocas, sino que ahora se ha echado mano a la directa imputación, maltrato institucional y posterior expulsión de quien no actúa como debe actuar (es decir, encubriendo y sometiendo la investigación de los casos a las lentitudes tranquilizadoras de siempre). Y lo que es más lamentable, todo ello ha sido acompañado del aplauso poco espontáneo de ciertos sectores de la sociedad civil y los organismos no gubernamentales.

Se han expulsado procuradores generales, jueces, fiscales, con procedimientos viciados y laxos y bajo los mismos procedimientos rápidamente se designan los futuros cómplices que actuarán como lamentablemente se espera.

Hasta los abogados de partes no amigables son cuestionados en su actuación.

Casi como si un equipo de fútbol tuviera como única estrategia para ganar un partido lograr el cambio del árbitro en el medio de la contienda, cuestionando en público sus decisiones, lesionar al juez de línea, que el arquero del equipo contrario declare durante el evento su cariño indisimulable por los colores del equipo oficial y lograr finalmente que el técnico del equipo sustituya al árbitro expulsado en el medio de la contienda.

El patético cuadro se terminaría de definir en un estadio donde todos los asistentes forman parte de una hinchada debidamente asalariada que, obviamente, alienta al equipo oficial.

Si ello difícilmente podemos llamarlo un partido de fútbol, entonces tampoco podemos titular de democrático a un sistema que gobierna con esas licencias.

Las decisiones de los fiscales, las correctas y también las incorrectas, son sólo requirentes y están sometidas a gran cantidad de herramientas procesales recursivas. El exceso de un fiscal (algo difícil de encontrar cuando se investiga al poder de turno en el momento en que ese poder todavía se detenta, y muy común cuando nace una nueva gestión y hay que investigar a la gestión pasada), normalmente, es corregible.

Habrá un juez que controlará una eventual lesión de garantías constitucionales, o un defensor del imputado que podrá llegar incluso hasta el máximo tribunal para revisar esas decisiones. Pero lo que seguramente no es corregible es la convivencia de nuestros ciudadanos con un Ministerio Público que sólo juegue a ser cómplice del poder y la desoladora sensación que ello produce en la comunidad de que aquél que represente una voz disonante con la oficial será indefectiblemente castigado y durará bien poco en sus funciones.

Casi como si se tuviera la certeza de que las molestias que genera un fiscal independiente siempre tendrán fecha de vencimiento. La misma fecha en la cual recordaremos que alguna vez, en algún momento, nuestra generación tuvo expectativas republicanas, pero ellas se fueron perdiendo y hoy ya no están.

Si ello sucede, habremos perdido la última oportunidad de que nuestros hijos hereden lo único que es comunitariamente valioso: nuestras libertades.
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