Las guerras que hay, las que pueden venir, las que se insinúan
Marcelo Cantelmi (*)
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la UP.
Las actuales adversidades que retuercen el planeta han sobrevenido en apenas una porción de meses, lapso en el que fulminaron el status quo que mantenía en cierto equilibrio las tensiones globales. Solo la resiliencia humana, con cuotas persistentes de esperanza, ha permitido reducir el grado de dramatismo de la etapa como expone la reacción de la gente del común europea frente al vacío del abismo energético.
La guerra en Ucrania no es como se sostiene el punto final del sistema de globalización y de integración e interacción económica mundial. Eso sí, modificará comportamientos. Como enseñó la pandemia, no habrá ya dependencia de proveedores imprevisibles tanto en la elección irresponsable de sedes baratas para estructuras farmacéuticas o de provisión energética.
Pero el punto esencial de la acción militar rusa, cargada de un odioso andamiaje fascista, es más grave y complejo de lo que parece. Esta guerra en Europa, la de un país devorando impunemente a otro, discute acuerdos centrales del desarrollo político de la humanidad que se remontan a casi cuatro siglos.
En 1648, con la Paz de Westfalia, que cerraron dos guerras de décadas, se inició un nuevo orden para regular el mundo. Nacía el concepto de soberanía nacional que, en términos básicos, construía la noción de la integridad territorial, el límite que conforman los Estados. Esas son las rayas rojas que no deberían cruzarse. Aunque se las ha violado intensamente desde entonces, conformaron la arquitectura argumental entre quienes batallaron para restituirlas. Como ocurrió en la Segunda Guerra Mundial para derrotar al despotismo nazi.
La ofensiva lanzada por Vladimir Putin contra Ucrania vuelve a violar ese precepto constitutivo. El autócrata ruso considera, como sostenía Hitler, que le cabe el derecho de pasar por encima de fronteras y soberanías para recuperar poder territorial y una centralidad estratégica que reprocha que las grandes potencias le niegan. Un complejo de inferioridad que pretende resolver con esta aventura militar cuyos resultados para Moscú son por lo menos opacos después de casi seis meses de combates. Pero lo importante a observar es que Putin está yendo en reversa de la historia al ignorar la soberanía de su vecindario como hacían los antiguos caudillos feudales, que precisamente Westfalia y sus pactos vinieron a enderezar.
La actitud del Kremlin recuerda los devaneos japoneses que llevaron al país a la Segunda Guerra Mundial. En el otoño de 1940, el canciller japonés, Yosuke Matsuoka, expuso a sus colegas del gobierno un grave predicamento. El país, les dijo, podría crecer si buscaba una vía de cooperación con EE.UU. y el Reino Unido, pero los términos los impondrían esas potencias. Sería “un pequeño Japón”, reaccionó con disgusto el ministro de Guerra y futuro premier, el general Hideki Tojo. Esa derivación era tan intolerable para los líderes japoneses de la época que prefirieron ir a una guerra aun sospechando muchos de ellos que la perderían.
Lo peor de este grave episodio que disparó Rusia es que construye un precedente que, de no tener un desenlace explícito contra la ambición imperial del Kremlin, puede expandirse de la mano de otros dirigentes como el turco Recep Tayyip Erdogan, quien ensoñado con resucitar el imperio Otomano como Putin el zarista, puede avanzar sobre Chipre, las islas griegas, los Balcanes o el Cáucaso sur. El año próximo se cumple un centenario del Tratado de Lausana del 24 de julio de 1923 que estableció las fronteras de la Turquía moderna, particularmente con Grecia, una oportunidad para denunciar el texto.
La crisis con Taiwán es el otro componente que se agrega al descalabro planetario alimentado en el duelo nacionalista de las dos mayores potencias mundiales. Casi en las mismas épocas del acuerdo de Westfalia, el filósofo inglés Thomas Hobbes explicaba dos conceptos centrales sobre la furia guerrera que caracteriza a la humanidad y que sirven para conceptualizar el choque entre EE.UU. y China, pero también la barbarie rusa en Ucrania.
“No se trata simplemente de tener poder para alcanzar el objeto que nos hace falta sino de tener más poder que el otro que también quiere lo mismo”, comentaba. Concluía que “la guerra no consiste solamente en batallas o en el acto de luchar, sino en un período en el que la voluntad de confrontación está suficientemente declarada. La naturaleza de la guerra … aparece en una disposición a batallar durante todo el tiempo en que no haya garantías de que debe hacerse lo contrario. Todo otro tiempo es tiempo de paz”. Es la descripción de nuestro presente, de esas garantías que disuelven la posibilidad de una paz real.
En estos momentos, los legisladores más duros de los dos partidos principales norteamericanos, especialmente del lado republicano, impulsan lo que llaman la Ley de Política de Taiwán, una suerte de corrección de los acuerdos de 1972 y 1978 sobre un país dos sistemas y de la ley de Relaciones con Taiwán, cuando Estados Unidos estableció vínculos diplomáticos con la República Popular a expensas de Taipéi. En ese decurso se puso en marcha una política deliberadamente pragmática hacia la isla, conocida como la doctrina de “ambigüedad estratégica” (“ambigüedad constructiva”, la llamó Kissinger), que se ha abstenido de indicar en qué circunstancias se intervendría para defender a Taiwán. De ese modo se evitaba provocar a Beijing y, dato clave, se impedía a Taipéi cualquier inclinación a declarar su independencia. Lo que constituiría un casus belli para China.
Si avanza esa iniciativa legislativa caerían los límites que rigen desde hace casi medio siglo y Taiwán podría romper la regla de no cruzar esa crucial línea roja. Este riesgo de confrontación sucede porque lo que mira el nacionalismo norteamericano, como señala el politólogo Joseph Nye, es al presidente Xi Jinping proclamando que China superará en 2030 a EE.UU. en tecnologías críticas como inteligencia artificial y biología sintética o que su PBI desbordará al de EE.UU. la próxima década. “Uno podría imaginar a los dos bandos tropezando con la guerra como lo hicieron las principales potencias de Europa en 1914”, dice ominoso Nye. Esa tremenda conflagración fulminó hacia 1918 a cuatro grandes imperios, el alemán, el austrohúngaro, el ruso y el otomano, alterando profundamente la geopolítica mundial. ¿Estamos reviviendo los inicios del siglo pasado? Taiwán es una espoleta compleja en ese duelo. Nunca fue gobernada por el Partido Comunista. Desde 1949 fue regida por una dictadura, la de los nacionalistas que escaparon del continente tras la victoria del maoísmo. Luego devino en una democracia con un enorme éxito económico y una fuerte alianza comercial tanto con China como con Occidente. No es una colonia, tiene identidad propia y ese es el problema más complejo para la República Popular. No es comparable a las Malvinas, que es un territorio que fue conquistado por el Reino Unido. Es un fallido comparar ambos conflictos.
El descalabro global tiene al menos matices. Traspasan el drama del conflicto ucraniano. Los europeos, en vez de lanzarse sobre sus gobiernos como se esperaba frente al recorte energético, se organizan como en la Segunda Guerra para resistir el acoso de este nuevo fascismo. Revelaba recientemente el diario El País de Madrid la acción de grupos juveniles que en la noche de París “trepan muros y tuberías” para apagar las luces de los negocios y de los sistemas públicos. Casi como Churchill en su momento, úrsula von der Leyen, que preside la Comisión Europea, llamó a superar el invierno sin gas ruso cercenando el consumo doméstico. Recordemos que la UE acordó en julio pasado una histórica reducción de la dependencia energética de Rusia. Fue un cambio total de paradigma.
Moscú contribuye a ese realismo con la cancelación de los envíos. El importante ducto Nord Stream suministraba en julio apenas 20% de sus capacidades. Alemania, el país más dependiente desde las épocas de Merkel, acaba de informar que utiliza casi 15% menos de gas respecto al año pasado. Según el ministro de Economía Robert Habeck, un verde, el ahorro será de hasta 20%. De ahí que se agotan en el país los hornos y estufas de leña para calefaccionar las casas o se regresa al carbón. Rusia se blinda multiplicando los envíos del fluido a China, su socio central. Pero emerge un detalle interesante. Los precios del gas en Europa se dispararon después de que Moscú cesó gradualmente los suministros. Ese alza le ha permitido a Rusia seguir ganando aunque vendiera menos.
Pero el atajo de Gazprom, la estatal rusa de energía, de enviar volúmenes récord por gasoducto a China aliviará la contienda de los precios porque reduce la demanda general de gas natural licuado lo que equilibra el mercado, señala Ogan Kose, gerente de la consultora estratégica Accenture. El especialista explica cómo funciona el esquema: “Si Rusia impone un alto total en los flujos de gas a Europa, los precios pueden aumentar hasta cinco veces el nivel actual. Aun así, eso no duraría más allá del próximo invierno y el precio promedio en 2023 será más bajo que este año”. Es el período del sudor y las lágrimas para los europeos y la sangre para las víctimas de la guerra. Pero están ahí las posibilidades de que la aventura en Ucrania acabe también en ese frente con un límite concluyente para el Kremlin que disuelva el precedente. Y quizá, solo quizá, se salven casi cuatro siglos de imperfecto orden mundial.
(*) Marcelo Cantelmi, es el jefe de política internacional en el diario Clarín. Es docente de la Universidad de Palermo y director del Observatorio de Política Internacional de esa universidad.
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la UP.
Las actuales adversidades que retuercen el planeta han sobrevenido en apenas una porción de meses, lapso en el que fulminaron el status quo que mantenía en cierto equilibrio las tensiones globales. Solo la resiliencia humana, con cuotas persistentes de esperanza, ha permitido reducir el grado de dramatismo de la etapa como expone la reacción de la gente del común europea frente al vacío del abismo energético.
La guerra en Ucrania no es como se sostiene el punto final del sistema de globalización y de integración e interacción económica mundial. Eso sí, modificará comportamientos. Como enseñó la pandemia, no habrá ya dependencia de proveedores imprevisibles tanto en la elección irresponsable de sedes baratas para estructuras farmacéuticas o de provisión energética.
Pero el punto esencial de la acción militar rusa, cargada de un odioso andamiaje fascista, es más grave y complejo de lo que parece. Esta guerra en Europa, la de un país devorando impunemente a otro, discute acuerdos centrales del desarrollo político de la humanidad que se remontan a casi cuatro siglos.
En 1648, con la Paz de Westfalia, que cerraron dos guerras de décadas, se inició un nuevo orden para regular el mundo. Nacía el concepto de soberanía nacional que, en términos básicos, construía la noción de la integridad territorial, el límite que conforman los Estados. Esas son las rayas rojas que no deberían cruzarse. Aunque se las ha violado intensamente desde entonces, conformaron la arquitectura argumental entre quienes batallaron para restituirlas. Como ocurrió en la Segunda Guerra Mundial para derrotar al despotismo nazi.
La ofensiva lanzada por Vladimir Putin contra Ucrania vuelve a violar ese precepto constitutivo. El autócrata ruso considera, como sostenía Hitler, que le cabe el derecho de pasar por encima de fronteras y soberanías para recuperar poder territorial y una centralidad estratégica que reprocha que las grandes potencias le niegan. Un complejo de inferioridad que pretende resolver con esta aventura militar cuyos resultados para Moscú son por lo menos opacos después de casi seis meses de combates. Pero lo importante a observar es que Putin está yendo en reversa de la historia al ignorar la soberanía de su vecindario como hacían los antiguos caudillos feudales, que precisamente Westfalia y sus pactos vinieron a enderezar.
"Trabajar con jorge la nata, es como trabajar con Messi"
La actitud del Kremlin recuerda los devaneos japoneses que llevaron al país a la Segunda Guerra Mundial. En el otoño de 1940, el canciller japonés, Yosuke Matsuoka, expuso a sus colegas del gobierno un grave predicamento. El país, les dijo, podría crecer si buscaba una vía de cooperación con EE.UU. y el Reino Unido, pero los términos los impondrían esas potencias. Sería “un pequeño Japón”, reaccionó con disgusto el ministro de Guerra y futuro premier, el general Hideki Tojo. Esa derivación era tan intolerable para los líderes japoneses de la época que prefirieron ir a una guerra aun sospechando muchos de ellos que la perderían.
Lo peor de este grave episodio que disparó Rusia es que construye un precedente que, de no tener un desenlace explícito contra la ambición imperial del Kremlin, puede expandirse de la mano de otros dirigentes como el turco Recep Tayyip Erdogan, quien ensoñado con resucitar el imperio Otomano como Putin el zarista, puede avanzar sobre Chipre, las islas griegas, los Balcanes o el Cáucaso sur. El año próximo se cumple un centenario del Tratado de Lausana del 24 de julio de 1923 que estableció las fronteras de la Turquía moderna, particularmente con Grecia, una oportunidad para denunciar el texto.
La crisis con Taiwán es el otro componente que se agrega al descalabro planetario alimentado en el duelo nacionalista de las dos mayores potencias mundiales. Casi en las mismas épocas del acuerdo de Westfalia, el filósofo inglés Thomas Hobbes explicaba dos conceptos centrales sobre la furia guerrera que caracteriza a la humanidad y que sirven para conceptualizar el choque entre EE.UU. y China, pero también la barbarie rusa en Ucrania.
“No se trata simplemente de tener poder para alcanzar el objeto que nos hace falta sino de tener más poder que el otro que también quiere lo mismo”, comentaba. Concluía que “la guerra no consiste solamente en batallas o en el acto de luchar, sino en un período en el que la voluntad de confrontación está suficientemente declarada. La naturaleza de la guerra … aparece en una disposición a batallar durante todo el tiempo en que no haya garantías de que debe hacerse lo contrario. Todo otro tiempo es tiempo de paz”. Es la descripción de nuestro presente, de esas garantías que disuelven la posibilidad de una paz real.
En estos momentos, los legisladores más duros de los dos partidos principales norteamericanos, especialmente del lado republicano, impulsan lo que llaman la Ley de Política de Taiwán, una suerte de corrección de los acuerdos de 1972 y 1978 sobre un país dos sistemas y de la ley de Relaciones con Taiwán, cuando Estados Unidos estableció vínculos diplomáticos con la República Popular a expensas de Taipéi. En ese decurso se puso en marcha una política deliberadamente pragmática hacia la isla, conocida como la doctrina de “ambigüedad estratégica” (“ambigüedad constructiva”, la llamó Kissinger), que se ha abstenido de indicar en qué circunstancias se intervendría para defender a Taiwán. De ese modo se evitaba provocar a Beijing y, dato clave, se impedía a Taipéi cualquier inclinación a declarar su independencia. Lo que constituiría un casus belli para China.
Si avanza esa iniciativa legislativa caerían los límites que rigen desde hace casi medio siglo y Taiwán podría romper la regla de no cruzar esa crucial línea roja. Este riesgo de confrontación sucede porque lo que mira el nacionalismo norteamericano, como señala el politólogo Joseph Nye, es al presidente Xi Jinping proclamando que China superará en 2030 a EE.UU. en tecnologías críticas como inteligencia artificial y biología sintética o que su PBI desbordará al de EE.UU. la próxima década. “Uno podría imaginar a los dos bandos tropezando con la guerra como lo hicieron las principales potencias de Europa en 1914”, dice ominoso Nye. Esa tremenda conflagración fulminó hacia 1918 a cuatro grandes imperios, el alemán, el austrohúngaro, el ruso y el otomano, alterando profundamente la geopolítica mundial. ¿Estamos reviviendo los inicios del siglo pasado? Taiwán es una espoleta compleja en ese duelo. Nunca fue gobernada por el Partido Comunista. Desde 1949 fue regida por una dictadura, la de los nacionalistas que escaparon del continente tras la victoria del maoísmo. Luego devino en una democracia con un enorme éxito económico y una fuerte alianza comercial tanto con China como con Occidente. No es una colonia, tiene identidad propia y ese es el problema más complejo para la República Popular. No es comparable a las Malvinas, que es un territorio que fue conquistado por el Reino Unido. Es un fallido comparar ambos conflictos.
El descalabro global tiene al menos matices. Traspasan el drama del conflicto ucraniano. Los europeos, en vez de lanzarse sobre sus gobiernos como se esperaba frente al recorte energético, se organizan como en la Segunda Guerra para resistir el acoso de este nuevo fascismo. Revelaba recientemente el diario El País de Madrid la acción de grupos juveniles que en la noche de París “trepan muros y tuberías” para apagar las luces de los negocios y de los sistemas públicos. Casi como Churchill en su momento, úrsula von der Leyen, que preside la Comisión Europea, llamó a superar el invierno sin gas ruso cercenando el consumo doméstico. Recordemos que la UE acordó en julio pasado una histórica reducción de la dependencia energética de Rusia. Fue un cambio total de paradigma.
Moscú contribuye a ese realismo con la cancelación de los envíos. El importante ducto Nord Stream suministraba en julio apenas 20% de sus capacidades. Alemania, el país más dependiente desde las épocas de Merkel, acaba de informar que utiliza casi 15% menos de gas respecto al año pasado. Según el ministro de Economía Robert Habeck, un verde, el ahorro será de hasta 20%. De ahí que se agotan en el país los hornos y estufas de leña para calefaccionar las casas o se regresa al carbón. Rusia se blinda multiplicando los envíos del fluido a China, su socio central. Pero emerge un detalle interesante. Los precios del gas en Europa se dispararon después de que Moscú cesó gradualmente los suministros. Ese alza le ha permitido a Rusia seguir ganando aunque vendiera menos.
Pero el atajo de Gazprom, la estatal rusa de energía, de enviar volúmenes récord por gasoducto a China aliviará la contienda de los precios porque reduce la demanda general de gas natural licuado lo que equilibra el mercado, señala Ogan Kose, gerente de la consultora estratégica Accenture. El especialista explica cómo funciona el esquema: “Si Rusia impone un alto total en los flujos de gas a Europa, los precios pueden aumentar hasta cinco veces el nivel actual. Aun así, eso no duraría más allá del próximo invierno y el precio promedio en 2023 será más bajo que este año”. Es el período del sudor y las lágrimas para los europeos y la sangre para las víctimas de la guerra. Pero están ahí las posibilidades de que la aventura en Ucrania acabe también en ese frente con un límite concluyente para el Kremlin que disuelva el precedente. Y quizá, solo quizá, se salven casi cuatro siglos de imperfecto orden mundial.
(*) Marcelo Cantelmi, es el jefe de política internacional en el diario Clarín. Es docente de la Universidad de Palermo y director del Observatorio de Política Internacional de esa universidad.