La sorprendente China, un imperio comunista, de lujos, consumo, alta tecnología… y censura
Por Marcelo Cantelmi*
Beijing. Enviado Especial
Los economistas y diplomáticos aclaran, China no es Beijing, no es Shangai, hay otra China con menos desarrollo en el interior. Pero este cronista, que ha recorrido un poco este país los últimos años, testimonia que la impronta modernista y con cuotas de lujos de las metrópolis, está transformando también gran parte de las ciudades más allá de la capital o de la costa. Esta mutación sucede en casi apenas un pestañeo de la historia.
La República Popular era tan pobre en épocas de Mao que cuando el Gran Timonel recibió a Richard Nixon y Henry Kissinger en febrero de 1972, colofón de la “diplomacia del Ping Pong”, se afirma que le preguntó al norteamericano qué podía hacer una gran nación por esta otra tan necesitada. Al menos eso es lo que el francés André Malraux le anticipó a modo de consejo a Edward Kennedy en un pequeño restaurante de París antes de aquella cita. El senador demócrata había sido enviado por la Casa Blanca para indagar qué es lo que sobrevendría en ese encuentro excepcional. El ex ministro de Cultura de De Gaulle, amigo de Mao, y autor de ensayos sobre el experimento comunista chino, le dijo en aquella sobremesa en tono íntimo a un ansioso Kennedy: “Mao mirará a Nixon y hará la primera pregunta ¿está preparada la nación más rica del mundo a ayudar a una de las más pobres llamada China?”
Pocos años después de aquel encuentro que cambio en gran medida el mundo, el maoísmo se esfumó y se impuso “la reforma y apertura” que encabezó Deng Xiao Ping, la burbuja capitalista dentro del gran modelo comunista, que terminó absorbiendo al gigante.
¿Cuál es la China verdadera? ¿Aquella del pasado, careciente y orgullosa, o esta del boom económico que comenzó con los malos paraguas de exportación? ¿Fue aquello de Deng solo un cambio o un regreso a su identidad imperial? Veamos que enseña la historia.
En 1793 un veterano y muy señorial diplomático y administrador colonial británico, George Macartney, llegó a la corte del emperador Qianlong. La intención del enviado de Londres era abrir una embajada en el poderoso Imperio del Centro. Macartney exhibió gestos de aprecio hacia el monarca, descubrió regalos y, con ellos, muestras de la producción de la por entonces flamante potencia industrial que ya era la mayor estructura comercial del globo. Pero Qianlong los rechazó con desdén, haciéndole notar al visitante que China no necesitaba de esas manufacturas inglesas, ni del genio de la Revolución Industrial que había irrumpido tres décadas antes, y tampoco del vínculo diplomático.
Quizá no fue una muy buena idea, la globalización no es solo de estos días, pero en aquellos años el imperio que conducía el emperador de la dinastía Qing reunía un tercio del producto bruto mundial de la época. Era decididamente el otro polo de la economía planetaria. La historia murmura que el atildado Macartney regresó con las manos vacías sin inaugurar su embajada, porque se negó a inclinarse ante un noble que lo miraba desde esas alturas. Sin embargo, la sospecha más firme sobre ese resultado frustrante apunta a las visiones disidentes y rivalizadoras que esos imperios construían sobre la realidad de sus tiempos. Como sucede hoy.
La revista The Economist, en una edición inolvidable, mostró en su tapa al actual presidente Xi Jinping vistiendo las ropas de Qianlong. El jefe de Estado acabada de alcanzar en 2013 el poder total, el primero que concentraba iguales atributos que aquel Mao intocable y dejaba atrás incluso los límites al poder individual que, con prudencia, había ordenado Deng. El régimen no se divirtió con el humor cáustico de la revista londinense que además había titulado sobre la imagen entorchada del novísimo líder “Vamos de fiesta como en 1793” y ordenó censurar y borrar de las redes cualquier vestigio de la publicación.
La anécdota es interesante también por lo que sugiere. El reinado de Qianlong, que concluyó unos años después de su encuentro con el enviado británico, fue el segundo más largo de la historia de China, solo superado por el de su abuelo Kangxi. El esplendor junto con la perpetuación, un destino que también parece seducir a Xi Jinping que, como aquel, se constituye sobre la economía de mayor crecimiento del presente y sin fecha de cancelación, como un nuevo emperador.
La historia del antepasado tiene una trampa que quizá fue lo que realmente molestó a la nomenclatura comunista. La Qing fue la última de las dinastías imperiales chinas. Después vino la decadencia. Pero no parece ser ese el destino actual de la actual versión imperial.
Los chinos, por su parte, parecen despreocupados por las limitaciones de su libertad individual que conlleva residir en este reino. Les basta, por ahora, con saber que nuevamente son el Centro y el orgullo nacional se palpa con facilidad, especialmente en estas épocas de disputas comerciales y beligerantes con el otro lado del mundo que alimenta el nacionalismo.
Ese avance, el estar de nuevo por adelante, lo expresa con una potencia espectacular la tecnología resultado de la riqueza. Y es el estandarte no solo de dónde se encuentra sino a dónde se dirige la República Popular. Un pequeño dato exhibe cómo se viven estos ritmos. A comienzos de la década pasada en Beijing funcionaban solo dos líneas de subterráneo. En la segunda mitad de esos años ya se habían construido 19 sobre 600 kilómetros de vías. Y para 2022, habrá 24 líneas con un recorrido total de mil kilómetros. Otro pestañeo, aún más breve.
En los shoppings de la ciudad que son un eco de los que pueden encontrarse en las principales capitales europeas, los negocios elegantes suelen tener robots que saludan desde la puerta. Hay de todo tipo. Figuras que se mueven como si volaran sobre el suelo y que muestran sonrisas de saludo y ojos brillantes en sus pantallas. Otros, hasta bailan con el visitante.
La robótica es la puerta al otro mundo que pretende cruzar este país que mira a la Luna con un apetito minero difícil de imaginar fuera de una visión de ficción. Ya han llegado con una sonda a la cara oculta del satélite. Y negocian con Rusia su exploración conjunta, una alianza binacional que ya hoy casi no tiene límites y que aquel enorme viaje de Nixon y Kissinger hace casi medio siglo intentó precisamente evitarla en plena época de la Guerra Fría.
Lejos de ese pasado, aquí todo es cámaras, pantallas y puro celular, como alrededor del mundo pero un poco más. En los edificios de Shangai se comenzaron a colocar ascensores con cámaras de identificación facial conectados con la policía. El argumento es evitar atracos, pero las posibilidades son infinitas, también conocer en que andan los vecinos, según dicen algunas quejas.
Con el móvil los chinos hacen todo, incluso las compras. Están atorados con un torrente de videos. Ya algunos canales de televisión han puesto en marcha robots para cubrir la filmación de eventos, entrevistas y acontecimientos que van a parar a los móviles y les colocan en el mismo instante subtítulos para facilitar que el usuario sepa de qué se trata aun sin sonido cuando van en el bus o el subte. El sistema también se ocupa de agregar mapas, infografías, y cualquier otro recurso si lo considera preciso. Todo en segundos y automático.
Algunos noticieros prescinden del periodista típico que lee las noticias. Lo hace en cambio una imagen creada con inteligencia artificial. Hombres y mujeres diseñados elegantes y educados, que hablan, gesticulan, sonríen o se amargan según como venga la información. Muñecos incorpóreos y efímeros cuando no están encendidos como los Replicantes de Blade Runner.
Debido a que hay mucho que contar en un país tan poblado, ya operan periodistas que encaran la calle con unos anteojos experimentales provistos de una pequeña cámara conectada a una mochila mínima que transmite en directo sin que el colega tenga que molestarse por apuntar el artefacto. Lo hace mirando. Si tiene por delante un extranjero de lengua hermética, sacará una pequeña caja que al conectarse traduce en simultáneo para él y para el estudio. Por cierto, los robots también van coleccionando los perfiles faciales de la gente para identificarlos de inmediato, si fuera necesario. También para saber qué y quién y cuándo y cómo.
Es paradójico que estos avances se produzcan en un medio ambiente de una extraordinaria censura que el gobierno de Xi ha profundizado como pocas veces antes. El propósito del régimen es escudar su proyecto de mayor consumo y mayor crecimiento individual, fórmulas que necesariamente deberían atraer la política, la querella y la disidencia. Una parte funciona con ese criterio. Hace 30 años un chino normal ganaba unos 100 yuanes mensuales, poco más de 7 dólares. Hoy el promedio es de 12 mil, unos US$1.500. Solo promedio, aclaremos. El PBI per cápita chino nacional está por debajo de los 10 mil dólares anuales, lejos de los niveles, por ejemplo, del Reino Unido y más aún de EE.UU. Un economista le comentó a este cronista que la aspiración es llegar en algún momento al nivel de ingreso de los norteamericanos en los años 70. Pero esas limitaciones no han impedido que hoy China cuente con la clase media más numerosa del mundo por encima de los 400 millones de habitantes. El criterio es que sea el consumo el que impulse el crecimiento, de ahí que China ha dejado de ser una factoría solo exportadora. Y por eso es tan fuerte el estímulo consumista. Pero el consumo modifica comportamientos.
La duda es hasta qué punto esta carrera entre la frontera científica y la frontera política se podrá continuar en el futuro. La segunda le gana a la primera desde el poder. En la calle, sin embargo, la ciencia es un atajo entre la gente para poder tener más de lo que se permite. Si la línea de los descubrimientos y aplicaciones se sigue moviendo no es improbable que el debate en la nube se convierta en una forma de participación. Pero como aquí el futuro se vive vertiginoso, las preguntas suelen ir muy por delante de las respuestas.
*Profesor de Periodismo Internacional UP y editor jefe de la sección Política Internacional del diario Clarín.