La gran pregunta que la historia nos debe sobre Donald Trump

La gran pregunta que la historia nos debe sobre Donald Trump

Por Marcelo Cantelmi
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la UP

Estados Unidos y el mundo, en algún momento deberán preguntarse, así como correspondió hacerlo en aquellos años con George W. Bush junior y sus dos calamitosos gobiernos, si el liderazgo de Donald Trump ha sido un accidente o, en cambio, es una consecuencia de las causas de la historia. Aunque la respuesta pueda parecer sencilla, el planteo no lo es y no perderá vigencia si el magnate pierde o no su intento de mantenerse en el poder en las elecciones de noviembre. Más bien lo contrario a la hora del balance de lo que han sido estos notables casi cuatro años que han edificado un “Estados Unidos cada vez más aislado y postrado”, como editorializó recientemente la prestigiosa Foreign Affairs, un medio vector de la geopolítica norteamericana, insospechable de fervores anti sistema.
 
La primera alternativa del interrogante construye un alivio. Si Trump hubiese sido un accidente, algo que no debió suceder pero que la coincidencia de circunstancias en la coyuntura posibilitó que se instaure un fallido en la cúpula del poder, alcanzaría con reparar la maquinaria institucional. Poner nuevamente las cosas en su orden natural y seguir adelante. Ese es el mensaje, con la superficialidad necesaria hacia la tribuna, que esgrime el demócrata Joe Biden afianzar su alternativa electoral y el lema de su campaña “reconstruir mejor” (Build Back Better). Un remedo necesariamente modernizado del esperanzador “Yes we can” de su amigo y ex jefe, Barack Obama. 

La segunda opción es la más delicada. Si Trump, en realidad no es un accidente sino una consecuencia de la historia, la de su país y la del mundo, de sucesos que se encadenaron para hacer posible su liderazgo, tendría un sentido mucho más grave su presencia. Un efecto superlativo de cómo se encuentra hoy el sistema y que se revela con su rostro. El crisol de ese resultado estaría fundado en las crisis previas que han impulsado cambios por momentos radicales. Cambiar no siempre es un signo de avance. También se cambia cuando se retrocede. 

Alguna pista de esta evolución puede hallarse desde los inicios de los años ‘70 con la ruptura del patrón oro por parte de Richard Nixon y la paulatina desregulación del sistema financiero que se coronó del peor modo en la gestión de Bush junior. Un presidente fallido, este último, claramente consecuencia y no accidente de la historia. Aquel gobierno republicano, en su primer mandato, produjo las dos mayores bancarrotas de la historia del capitalismo, primero con la energética Enron y luego con la de telecomunicaciones World Com, ambas por medio de estafas sin precedentes aupadas en la “creatividad financiera”. En los dos casos la maniobra se realizó con la complicidad de Arthur Andersen, una de las sociedades de auditoria más grandes del mundo. 

Ese tono, donde el fraude era bendecido como ingenioso lejos de la marca del delito, concluyó en la caída del Banco Lehman Brothers en setiembre de 2008. Ese gigante sucumbió después de un siglo y medio de actividad, envuelto en el pantano de las hipotecas basura que habían recibido la triple A, la más elevada, de las principales calificadoras de riesgo, imposibles de ser sancionadas a la hora del desastre porque la calificación está protegida en EE.UU. por la Primera Enmienda sobre libertad de expresión. Lo cierto es que la crisis amontonó una legión de víctimas en Norteamérica y el resto del mundo como el peor legado del último tramo del segundo periodo de Bush. 

Las deudas sociales suelen no ser tenidas en cuenta con la necesaria alerta hasta que producen política, es decir se reflejan en el poder por medio de sus liderazgos, más radicales o rupturistas cuanto mayor es la frustración de esas masas. Como la verdadera identidad de los procesos solo se la conoce al final de sus días, como diría Walter Benjamín, el presidente norteamericano está ofreciendo en su actual campaña testimonios cada vez más elocuentes del deterioro social y de repudio a la política que lo llevó al poder. 

Su última aventura ha sido el elogio de un fenómeno extremista fanático de internet llamada QAnon. “No sé mucho sobre el movimiento, salvo que entiendo que les agrado mucho, lo que aprecio”, dijo Trump en una llamativa rueda de prensa. Lo cierto es que el FBI caracteriza a ese grupo de internautas como “una potencial amenaza terrorista”. Trump los celebra porque respaldan sus políticas racistas, y la violenta ordalía que lanzó sobre las ciudades demócratas donde se ha generalizado la protesta contra el gatillo fácil policial pero, eminentemente, contra la crisis económica. “Escuché que estas son personas que aman nuestro país”, balbuceó el mandatario citado por la CNN respecto a sus seguidores que salen a las calles a enfrentar a quienes protestas. 

QAnon es una organización que se ha infiltrado en el partido Republicano y que, entre otras locuras conspirativas, afirma que tanto políticos “adoradores de Satanás” como celebridades de primera categoría trabajan en conjunto con gobiernos del mundo para participar en el abuso sexual infantil. Denuncian además que existe un “Estado profundo y clandestino” decidido a aniquilar a Trump. La Q del nombre refiere a un funcionario desconocido que difunde ideas conspirativas en las redes y que muchos creen que es el propio presidente que también es un denunciador locuaz de ese “Estado profundo”. La mayor sofisticación de los QAnon ha sido sostener que la tecnología 5G esparce el coronavirus. 

La misma cadena recordaba recientemente que estos comentarios de Trump ocurrieron pocos días después de que tuiteó elogios a Laura Loomer, una extremista de ultraderecha que ha aceptado con orgullo que la llamen “islamófoba” por su victoria en una primaria republicana en el distrito 21 de Florida. Y solo una semana después de que Trump celebró el triunfo en la segunda vuelta de Marjorie Taylor Greene en el distrito 14 de Georgia. Greene ha apoyado abiertamente a QAnon y, entre otras cosas, ha advertido de una “invasión islámica” a raíz de las elecciones de 2018, en las que los demócratas ganaron el control de la Cámara de Representantes. 

Bajo ese paragua de intolerancia, no sorprenden revelaciones como los insultos de “cobardes” y “perdedores” que el mandatario descerrajó en París a los soldados norteamericanos y de la resistencia que cayeron en la Segunda Guerra Mundial. O el ataque sorprendente, racista y obsceno contra el admirado Nelson Mandela, sobre quien dijo que “no es un líder” y que “cagó” su país.  
Como Calígula, que también gobernó cuatro años Roma, Trump repite aquellas palabras que le adjudicó Suetonio en Los doce Césares: “Recuerda que todo me está permitido, y con todas las personas”. Las consecuencias de esa mirada, incluyendo el abandono de la conquista electoral de los sectores moderados como expresión de la renuncia a cualquier contención propia, son los que en la geopolítica reniega Foreign Affairs. No es un disgusto exagerado. Se trata del lugar de EE.UU. en el mundo y de la capacidad de mantener su liderazgo. “Los enemigos son ahora más fuertes, los amigos débiles”, sostiene la revista. En la lista anota más evidencias: el gran rival chino se ha fortalecido en estos cuatro años, Corea del Norte cuenta con mejores armas nucleares y misiles… y hasta Nicolás Maduro, el autócrata venezolano, está más seguro hoy que antes, como Bashar al Assad en Siria. 

Resta agregar que Irán, que había congelado su programa atómico bajo supervisión internacional, ahora lo ha potenciado tras la decisión de Trump de denunciar el histórico acuerdo de Viena. Oriente Medio, al mismo tiempo, se ha anarquizado, hipotecada ya la alternativa de la solución de dos Estados para una salida a la crisis con el pueblo palestino y la amenaza israelí de una anexión de imprevisibles consecuencias de los territorios ocupados. 

Como con Cuba, al revertir el deshielo que llevó adelante su antecesor Barack Obama, EE.UU. perdió la oportunidad de esmerilar las alianzas del régimen venezolano. Igual sucede con la potencia persa. Una clave en las relaciones internacionales es impedir que los adversarios unan fuerzas. Hoy Irán y China están a punto de concluir un pacto estratégico que marcará la política económica y comercial binacional hasta 2045. Teherán y Beijing han venido negociando desde hace casi un lustro este convenio según el cual Irán suministrará crudo al gigante asiático a precios competitivos a cambio de una inversión china de hasta 400.000 millones de dólares.

Es una movida que fortalece la posición de la República Popular en la región para escalar el potencial de su nueva Ruta de la Seda. Por su lado, a Irán le permitiría convertir en papel mojado lo peor de las sanciones norteamericanas. Pero el más grave efecto de la diplomacia occidental ha sido el esmerilamiento de los moderados persas a manos de los halcones. El presidente Hasan Rohani, que había negociado la détente con Obama, está ahora sometido a una amenaza de impeachment impulsada por los nacionalistas lo que puede dar paso a otro gobierno de fanáticos en un país clave para los equilibrios regionales.

Esto que describimos aquí, y que en parte es de lo que trata la protesta de Foreign Affairs entre otros calificados observadores, no es el derrotero accidentado de Trump. Es el que ha recorrido Estados Unidos. Comprender esa noción puede ser la respuesta más significativa a la incógnita que abre esta columna.