El mundo en la era del Coronavirus

El mundo en la era del Coronavirus

Por Marcelo Cantelmi
Especial para el Observatorio de Política Internacional UP

Hasta las pesadillas proveen una didáctica. La pandemia de coronavirus que arrasa el mundo, educa del peor modo sobre las fallas del sistema de decisiones que nos rige y los objetivos que se han perseguido. Especialmente, desnuda la fragilidad del esquema sobre el cual se deposita y que se creía inmutable. No hablamos de errores involuntarios, por cierto, sino de una estrategia a la que la realidad pone límites.

Esta peste ha detenido de un golpe seco a la globalización, una construcción que en muchos aspectos es irreversible. Las cadenas de producción son trasnacionales, la economía es vertical y horizontal y ya no regresará integrada a los espacios nacionales como en el siglo pasado. De ahí que el tsunami de esta enfermedad estrangula las economías de todo el planeta.

Esas angustias revelan un fenómeno interesante y es el regreso a la demanda de la función estatal, tanto para fortalecer los debilitados sistemas de salud pública como a la urgencia para que el erario público sostenga a la estructura privada, financiera, e industrial. Algo de esto ya vimos en la gran crisis que estalló el 15 de setiembre de 2008 con la quiebra del banco Lehman Brothers.

Ese desastre, primero financiero y luego económico, cuyas consecuencias aún no han cesado, se esparció por el mundo a enorme velocidad. Su profundidad y capacidad transformadora fue tal que configuró el inicio real del siglo que transitamos. Así como la Primera Guerra Mundial lo fue de la centuria anterior y mucho antes la Revolución Francesa en 1789 del siglo largo que culminó en 1914. Esta columna ha marcado ya antes estos conceptos porque sirven como espejo para al menos intuir el futuro. Es importante porque la conmoción que está produciendo el coronavirus, con una destrucción notoria de riqueza en el norte mundial, promete exhibir un calado aun superior a lo que fue aquella crisis de hace doce años.

Al igual que entonces, los estados nacionales están disponiendo inyecciones urgentes de liquidez en el sistema a niveles que desbordan las marcas previas. En marzo último, después de que la Reserva Federal de EE.UU. (FED) bajó por primera vez las tasas fuera de calendario, un 0,5%, autorizó en el mismo instante una infusión de poco más de 700 mil millones de dólares al sistema financiero, reanimando las políticas heterodoxas de Quantitative Easing que en su momento pusieron en marcha primero el agónico gobierno de George Bush y luego el recién llegado de Barack Obama, que por cierto llegó al poder impulsado por ese colapso. La FED poco después de esa novedad, amplió las inyecciones con otro billón y medio de dólares (millones de millones). Esa cifra era ya el doble, justamente, de la asistencia dispuesta en el pico del estallido del 2008. La escalada de las cifras siguió luego con el acuerdo para disponer de 2 billones de dólares como base de un paquete aún mayor pero con un destino por momentos polémico, como se analiza en la segunda parte de este artículo.

La segunda economía del mundo, tomada como cuerpo unificado, la Unión Europea, ha seguido esos pasos. Los países de la comunidad más afectados han anunciando una ruptura masiva del techo de responsabilidad fiscal que apretaba el cinturón del gasto público. Bruselas, a sabiendas de que se juega la supervivencia de la UE., dio luz verde para ignorar los antiguos cepos que sostienen el entramado comunitario. España, Alemania e Italia han dispuesto inyecciones de capital del orden del 15% y hasta el 25% de su PBI, sumas que se convertirán por supuesto en deuda futura y con economías muy diferentes entre ellas. Solo como referencia, en Argentina, nación de la periferia con las limitaciones que eso significa, el Gobierno razonablemente liberó el 2% del PBI.

En esta carrera de auxilios al sistema de acumulación, el ejecutivo europeo se propone movilizar más de 2,5 billones de euros, 21% del producto de la comunidad, de los cuales, un billón llegará desde los gobiernos. Restaría la emisión de un eurobono, garantizado por todos los países miembros, una alternativa que Alemania, Holanda y Austria por ahora bloquean con un criterio de otro momento no tan extraordinario como este.

El problema está en la perspectiva. Cálculos de la banca privada y de la OCDE, adelantan que los EE.UU. se contraerán -20% en el segundo trimestre, Europa -22% y China en un promedio mayor que el imperio norteamericano. Pero en términos anuales, la potencia asiática respondería mejor que su rival occidental debido a que tuvo la enfermedad antes, la logro frenar y recomponerse. Son datos provisorios de un mundo nuevo que apenas comienza a ser diseñado, pero de una debilidad extraordinaria. El problema de fondo es que el mundo no está preparado para esos números de gasto y de deuda que son necesarios no solo por la peste sino por las fallas previas que agigantan ahora el abismo a cubrir.

El “austericidio” al que suele aludir ex presidente español Felipe González, tiene su partida de nacimiento en Berlín y en la cultura de ajuste que se afianzó después de la crisis de 2008. El regreso en manada a la mano visible del Estado que disparó aquel tsunami, como parece suceder ahora, ha convertido a todos, de un momento al otro, en socialdemócratas. Ese proceso exponía los costos de haber abandonado las enseñanzas de otras tragedias igual de brutales aunque de distinta naturaleza, como las dos grandes guerras del siglo pasado.

Con enorme claridad lo señaló el profesor Erik Gordon de la Ross School of Business de la Universidad de Michigan: “Nos acostamos como Estados Unidos y nos despertamos a la mañana siguiente luciendo como una Europa socialdemócrata". E incisivo marcó los errores de la superestructura: "Nos hemos burlado de Europa señalando a sus empresas siderúrgicas y automotrices como disfuncionales y enarbolando la idea de que cuando llegue el momento, las superaríamos".

Después de la segunda conflagración del siglo XX, el mundo construyó un sistema estatal de contención que implicaba una racionalidad en el uso de los presupuestos para evitar que las tensiones sociales reprodujeran los cataclismos previos. Eso fueron los acuerdos fundacionales de Bretton Woods y eso fue el concepto de Welfare, que relevaba al de Warfare; bienestar, no más destino de guerra. Jean Monet, uno de los grandes padres forjadores de la comunidad europea de imprescindible lectura, en sus Memorias señalaba que “nuestro enfoque partía de creaciones limitadas que instituyeran solidaridades de hecho cuyo desarrollo progresivo llevaría más adelante a la federación”. Solidaridad para una visión cosmopolita.

Los efectos de la crisis de 2008 no agregaron sabiduría. Más bien acentuaron la miopía acabalgada en un concepto que financistas y especuladores, como George Soros, han definido como codicia corporativa. El ingreso, o más claramente la renta, se concentró a niveles nunca antes vistos, amontonando fuera del ciclo de distribución a enormes sectores de las poblaciones nacionales. El sistema de acumulación avanzó sobre capítulos enteros de los presupuestos estatales y se redujeron beneficios sociales básicos como los sanitarios, educación y laborales. Es lo que la peste ha desnudado hoy. Resulta importante insistir en la noción de que esas contradicciones fueron el crisol del cual surgieron los actuales extremismos nacionalistas europeos, el Brexit y el fenómeno de la irrupción de Trump en EE.UU. La furia contra el sistema entre la gente que percibe que le amputaron su futuro, compra los slogans sin leer la letra pequeña. El resultado es que el mundo quedó en manos de una turba de adolescentes populistas intoxicados con su propia imagen. Un regalo hoy para la peste.

La asistencia financiera de ahora es bienvenida. Pero esta lluvia de dinero no servirá para reactivar las economías, con más consumo y producción. Con el mundo paralizado, esa carrera por ahora la gana la pandemia. La asistencia fiscal sirve para aliviar los costos del abismo y generar un piso para cuando la pesadilla culmine. El tema, como señalamos más arriba, es que estos fondos de asistencia se suman a una bola de deuda que no ha hecho más que crecer desde 2009. Las deudas corporativas, fuera del sistema bancario, pasaron desde 48 billones de dólares ese año a 75 billones hoy, más que tres veces el PBI anual de EE.UU, según el Intitute of International Finance. Y es solo una parte de los rojos que no han dejado de expandirse. La titular del FMI, Kristalina Georgieva, acaba de describir ese panorama ominoso al sostener que el endeudamiento global ya representa un 230% del PBI mundial. Las deudas, como es sabido, como ha sido siempre, se solventan con actividad económica. Si el parate actual se prolonga, como sucedió hace doce años con la bancarrota de la Europa del sur entre otros espacios, esa deuda devendrá en una bomba de relojería en el corazón del sistema.

Del lado social, se descuenta un aluvión de cifras de desempleo, por el colapso de las pequeñas y medianas industrias. El ministro norteamericano Steven Mnuchin, secretario del Tesoro, calculó que en su país la desocupación podría trepar a 20%. Es un rayo de tormenta para Trump que ha hecho campaña cargando en su activo el crecimiento del empleo y los números expansivos de la plaza bursátil. El coronavirus, como ha señalado antes este cronista, persiste en votar anticipadamente en las elecciones de noviembre y tal vez ya este dibujando un resultado. La negligencia del presidente para anticiparse al desastre de la enfermedad, o la búsqueda del camino fácil de distribuir culpas, son lastres que pueden ser determinantes en las urnas. Será importante lo que enseña ahora la historia, como lo hizo en el pico de la crisis de 2008, coronando a Obama, como una sorpresa necesaria de la política.


II La cuestión social

En los umbrales de la peste que ahora ha paralizado al planeta, se produjo apenas meses atrás una serie de conmocionantes protestas sociales a nivel global. Esos levantamientos civiles en Latinoamérica, Europa, el espacio árabe y Asia reaccionaban al estrechamiento incesante de la distribución de la renta, proceso que se agudizó la última década. El frenazo de las economías centrales por las guerras comerciales, el proteccionismo y el abrazo a la insularidad se derramó por las periferias agudizando la deuda social y la exclusión, la fragua, en último caso, de una nueva política.

La desaceleración en el sistema de acumulación estaba en boca de preocupados economistas mucho antes de que llegara esta peste demoledora. La palabra recesión había reaparecido de la mano de un escepticismo que se revelaba en el simple dato de que apostar por el futuro no rendía en los mercados. Es claro para todos que si se congela el dinero por plazos largos, el premio debería ser mayor que para quien lo hace por periodos breves. Cuando eso sucede de ese modo significa que las cosas van bien y que la economía crece con sus propios equilibrios. Pero, cuando ocurre lo contrario, que las tasas por plazos más reducidos pagan más que las otras, es señal de derrumbe de la confianza en el futuro. Nadie financia o apuesta a una perspectiva negativa. Eso es lo que ha venido ocurriendo por lo menos los dos últimos años.

Ese proceso distorsivo derrama de la peor manera hacia abajo con más austeridad y recortes porque los gobiernos pierden capacidad de maniobra, que es lo que brinda la economía cuando funciona. Una de sus consecuencias estridentes son los estallidos sociales.

Recordemos que los procesos subsiguientes de ajustes que siguieron al tsunami de 2008/09, habían encogido como en un embudo las posibilidades de progreso individual, un efecto similar entonces al que detonó las movilizaciones que acaba de sufrir Chile; o que amenazaron con recortes cruciales en el extenso sistema benefactor francés, que explica la irrupción de los nuevos Chalecos Amarillos o que agregaron más calamidades a poblaciones de renta estrecha como Ecuador, Líbano, Irak o Irán.

Ese clima de repudio a cómo se hacen las cosas o cómo se las hicieron con los resultados anotados, es lo que está reapareciendo ahora. Lo hace con un adicional: la crisis económica asociada a la pandemia tensa y por momentos rompe las ya muy frágiles cuerdas de la geopolítica global y desmonta los necesarios balances en la superestructura del poder. No hay gobierno mundial. No hay G 20 o G 7. No hay atlantismo. Ni siquiera hay interconsulta.

El daño social es inevitable y crece en proporción directa a las medidas de aislamiento y contención que se adoptan para impedir que el virus se esparza. El efecto siguiente, que ya comienza a advertirse, es un fortalecimiento del perfil autoritario de los gobiernos acicateados por el desastre de la enfermedad pero también por la amenaza del descontrol doméstico. En EE.UU. se han multiplicado las protestas de empleados de automotrices, del transporte, los grandes almacenes de alimentos, o en el campo y hasta en Amazon rechazando primero las condiciones inseguras del trabajo y luego el creciente desempleo. Eso se ha visto también en Canadá o en Europa donde Airbus, Renault o Mercedes Benz sus plantas recién cuando los empleados dejaron voluntariamente de ir a trabajar. La extensión del parate debido a la agudización de la peste, está arrojando a millones de personas a la calle y a su suerte y comienzan a producirse saqueos en países como Italia.

Algunos gobiernos apremiados por ese panorama han desarrollado un panóptico de vigilancia con alcances que ni hubiera imaginado Orwell. Israel aplica ahora a los civiles comunes las estrategias tecnológicas creadas para la guerra que se libra ahí contra la vereda palestina. El pretexto, en su parte razonable, es la pandemia y la urgencia de registrar los contagiados, o los comportamientos que permitan trazar el sendero de esos contagios. Pero, como de pronto todo está permitido, el sistema ahí y en muchas otras fronteras viola derechos individuales para intentar medir la tensión en las bases y prevenir los desbordes que son parte de una realidad inevitable porque no se ha hecho realmente nada estructural que los evite, salvo correcciones limitadas.

Ese comportamiento está regido por una cuestión de prioridades. Los multimillonarios estímulos fiscales que han puesto en marcha EE.UU. o Europa, como se señala en la primera parte de este trabajo, configuran una espectacular transferencia de dinero público al espacio privado. Se entiende, son esos sectores los que brindan empleo y tiran de la carreta en el sistema en el cual vivimos. Pero el desorden de la situación hace todo muy turbio. Y los antecedentes no son auspiciosos. Las enormes inyecciones de dinero, señaladas más arriba, que aplicó primero George Bush cuando estalló la crisis de 2008 en las postrimerías de su segundo gobierno, y continuó luego el demócrata Barack Obama, tuvieron un destino por lo menos desconocido. Y no aliviaron la crisis social que acabó fraguando el ejército de desesperanzados que eligieron el modelo populista que proclamó Donald Trump, como poco antes lo hicieron con sus colegas ideológicos nacionalistas en gran parte del territorio europeo.

El esquema de ayudas estatales puesto ahora en marcha desborda con creces los números de aquel momento. Larry Kudlow, el principal asesor económico de Trump, aclaró que el estímulo económico total alcanzará los 6 billones de dólares. Cuatro billones de dólares provendrán del programa de “flexibilización cuantitativa” de impresión de dinero de la Fed, y el resto de la legislación, ya promulgada con apoyo bipartidario, de rescate corporativo. Ese paquete, y su contraparte menor europea, es presentado como un esfuerzo fiscal destinado a la gente del común. Pero lo cierto es que la cuota hacia la sociedad real, en el llano, es por lo menos exigua. El desembolso único de $ 1.000 o 2.000 dólares destinado en EE.UU. en forma directa a los bolsillos de quienes ganan menos de 75 mil dólares anuales y tienen hijos menores, o la extensión de los beneficios de desempleo, no compensan ni mucho menos la pérdida masiva de ingresos y de los puestos de trabajo que experimenta ese país. La pandemia en EE.UU., en apenas 14 días destruyó la ocupación generada en el último lustro.

En Europa, la percepción de estos problemas es aún peor. El ejecutivo de la UE entró en zona de calamidad en medio de la pandemia sin poder resolver la creación de un esquema de contención comunitario para los países que sufren lo peor de la peste y su crisis explosiva. Como en 2008, esas naciones son las del sur del continente, con España, Italia y Francia en el liderazgo de la pesadilla. Esas capitales están multiplicando el gasto público y su deuda para enfrentar la enfermedad. Pero hay grandes diferencias entre esos países. Si bien el gasto de Italia en atención médica como parte del PIB está en línea con la mayoría de sus vecinos europeos, se distingue del resto de la zona del euro por sus pobres fundamentos económicos. El PIB de la península es solo un 5% más alto que lo que era en 2000; en el caso de Francia es del 29%. El desempleo y la deuda pública también son altos en relación con el resto de la eurozona, mientras que los niveles de inversión pública que diez años atrás eran relativamente similares a lo del resto del espacio de moneda común e incluso del Reino Unido, son ahora significativamente más bajos.

Madrid y Roma, presionados por la crisis que disparó la peste, instaron a los miembros de la eurozona a mutualizar esas deudas con eurobonos, un instrumento que contaría con el respaldado y garantía de todos los miembros del euro. Pero los países del norte, Alemania, Holanda o Austria, se negaron con el argumento de que ese pedido era un intento encubierto de las naciones meridionales para beneficiarse de ayudas a bajo precio financiadas por los Estados con presupuestos equilibrados. La respuesta era que cualquier ayuda de esa índole debería ir acompañada de un plan de ajuste de las economías. El disparate recurrente de atacar con combustible un incendio desmadrado. Esas discrepancias, por llamarlas de un modo benevolente, provocó naturalmente algo más que enojo en la sociedad italiana y en sus medios. Diarios muy pro Unión Europea como el Corriere della Sera escribieron: "Si la UE no se une, el proyecto europeo está terminado", mientras que La Repubblica de Roma concluyó que la UE es una "Europa fea".

Aún más allá de esas fronteras, en Francia, el ex jefe de la Comisión de la UE, Jacques Delors, de 94 años, regresó de su retiro para advertir que la comunidad podría estar en camino de un colapso definitivo: "El clima que parece prevalecer entre los jefes de Estado y la falta de solidaridad europea son un peligro mortal para el UE”, escribió con sensatez.

La consecuencia de esas turbulencias en los vértices del poder es que la gente, abajo, acaba por cargar sobre los supermercados en algunas capitales, vive, en amplios sectores, sin ingresos concretos y no sabe cómo conseguirlos. Esto ya se está viendo en los países del sur, particularmente en Italia. Es en esa fragua que los liderazgos más extremistas se consolidan canalizando a su favor las furias sociales. No es difícil imaginar quiénes acabarán gananciosos de este desastre. La historia es elocuente sobre los hijos que fecunda el caos. La ONU, con un poco más de criterio histórico, acaba de proponer que se disponga el 10% del PBI mundial como respuesta multilateral para garantizar un acceso universal a vacunas, equipamiento médico, refuerzo a los sistemas públicos de salud y una inyección directa de fondos a las economías particularmente las más endebles.

Hace poco menos de 20 años, el politólogo Joseph Nye dividió al mundo en tres tableros de ajedrez. El primero, el de las relaciones militares ente los Estados, es hegemónico, ahí domina EE.UU. Pero ese poder no alcanza. El segundo, el de la economía, es multipolar, y se requiere la cooperaciones entre los Estados para conseguir los resultados buscados, que es precisamente en lo que consiste el poder. En el último se juntan las cuestiones fuera del alcance de los gobiernos, el cambio climático, el terrorismo o las pandemias, justamente. El poder allí está repartido de forma caótica alejado de cualquier control. Nada de profecía. Era la visión de lo que ahora estamos experimentando.


III Aspectos de la cuestión geopolítica

Hay una guerra planetaria que continúa pese a la pandemia o, más bien, acelerada por esta pesadilla. EE.UU y China, atrapados cada uno a su modo en la crisis del coronavirus, han escalado su enfrentamiento por el liderazgo global. Y lo hacen, por momentos, con estrategias geopolíticas ya seniles que emulan formatos de disputa en blanco y negro de la Guerra Fría.

La República Popular preferiría escapar de este choque. El enfrentamiento ha sido siempre una piedra en un camino que imagina, no importa lo que suceda, dejará invariablemente al Imperio del Centro en el tope del poder mundial. Por eso Xi Jinping decidió llamar en estos días de crisis a Donald Trump para buscar enfriar el conflicto. Pero del lado norteamericano se insiste en erigir a China como el causante de este desastre para intentar escudar a la administración por los costos sociales y económicos de la peste.

Es un recurso cargado de la sencillez de análisis que entusiasma al presidente norteamericano que se sostiene en el supuesto de que el público es permeable, acrítico y obediente a las voces de su dirigencia. The New York Times recordaba cómoTrump reescribe los textos de sus comentarios relevando la palabra coronavirus por “virus chino”. En esa línea envía a su fiel ladero, el canciller Mike Pompeo, a sostener la misma posición confrontativa alrededor del mundo. Últimamente, ese juego provocó un quiebre en el demacrado G-7, el cuerpo político de los países más industrializados, el cual no incluye a Beijing. Fue por la insistencia de Washington de incluir el concepto “Wuhan virus” (la ciudad china donde arrancó la epidemia) en los documentos conjuntos. “La Cancillería norteamericana está cruzando una línea roja”, advirtió la diplomacia europea renuente a participar de esas manipulaciones. Y cerró la puerta.

La Casa Blanca tiene un doble objetivo medido con las urgencias del momento: aquel de diluir su responsabilidad por el alza creciente de los contagios que experimenta EE.UU., al tope de la pandemia, y defender el alivio de la cuarentena para reactivar la economía. Ambos, pero especialmente el segundo, son visualizados como requisitos centrales para el proyecto reeleccionista del mandatario en noviembre, una esperanza que se envuelve en incógnitas pese a que las encuestas han sido benignas con el presidente.

El régimen chino, que cometió los mismos errores iniciales que Trump, quitándole importancia a la enfermedad e incluso persiguiendo a los médicos que alertaban sobre su gravedad, no se quedó atrás en las simplificaciones. El vocero de la Cancillería, una función pública de significativa importancia en ese país y que difícilmente actúa de modo independiente, sugirió que la peste la llevaron militares norteamericanos a su país en noviembre pasado, casi en una instancia de guerra biológica. El forzado antecedente de esa denuncia conspirativa era la gripe española de 1918 que se inició en EE.UU. y sus soldados, que combatieron en la Primera Guerra, la esparcieron por el continente y luego llegó al mundo. Esa peste mató a entre 50 y 100 millones de personas. Solo en Argentina hubo 14.000 víctimas fatales.

Lo cierto es que no hay evidencias esta vez que sostengan la acusación del funcionario chino contra EE.UU. Solo se sabe que la actual pandemia estalló en Wuhan de modo doméstico, lo más probable, o llevada por algún viajero, la teoría por ahora menos aceptada a nivel científico. Pero el cruce de acusaciones, sirve para comprender la profundidad y constancia del enfrentamiento.

Este cuadro es el que más emerge en los medios sobre la hostilidad entre ambos gigantes. Pero el choque tiene una raíz más sofisticada y que esta epidemia ha agudizado. En el caso de EE.UU. desborda, incluso, lo que pueda ocurrir en las urnas norteamericanas. Se vincula a una visión de predominio histórico. Eminentemente, al lugar geopolítico en el cual esta crisis depositará a las dos mayores economías planetarias.

Recordemos que el anterior gran tsunami financiero de 2007/2008 al cual hacemos referencia en la primera parte de este ensayo, causó un descalabro global, con efectos aún presentes, que adelantó el lugar de poder de China, congeló a Europa y debilitó a EE.UU. con un extraordinario crecimiento de su deuda, problemas estructurales como falta de competitividad de su sector productivo y déficits de cuenta corriente y fiscales. La República Popular salió más librada de ese encierro y aplicó, al igual que EE.UU.-con mucha más lentitud la UE-, políticas de estimulo multimillonarias.

En el caso chino, entre 2009 y 2010, insumieron 6.5% de su PBI una cifra extraordinaria que se usó en el desarrollo de infraestructura ferroviaria, rutas, aeropuertos, generación eléctrica y vivienda social. Con esas y otras políticas, China, que opera como una monarquía capitalista a despecho de su retórica comunista, devino en un activo actor global y una virtual locomotora que equivale hoy al 15,9% del PBI mundial. Ese desarrollo incluye su ambiciosa Ruta de la Seda, una iniciativa de inversión en infraestructuras en Asia e incluso en nuestra región, que apenas oculta la fuerte influencia política que Beijing pretende en los países que involucra. Por cierto, desde 2017 China tiene en Djibouti, en África, su primera base militar en el exterior, como cualquier otro imperio.

A la República Popular, como al resto del mundo, la peste actual le pasará también una enorme factura. Tres indicadores centrales, señalan bajas ominosas: producción industrial con una caída de 13,5%; ventas por menor, clave en una economía que busca basarse en el consumo y los servicios, en desplome de 20,5% y la inversión en activos fijos (casas, maquinaria, infraestructura), con bajas de -24,5%. Y eso solo en el primer bimestre del año.

El segundo trimestre promete una contracción de 30% del PBI. Pero, mientras EE.UU. encabezaba la estadística con la mayor cantidad de contagios a nivel mundial, la enfermedad que se disparó hace poco menos de tres meses fue controlada por el régimen y según la Organización Mundial de la Salud, China ya no es el punto focal de la peste. Europa la relevó primero y ahora Norteamérica.

Los analistas se preguntan si, pese a esos costos y debido a esos avances, se repetirá el efecto post 2008. Cuando la enfermedad acorralaba al gigante asiático a comienzos de este año, sectores del poder occidental supusieron que la peste acabaría por derrumbarlo. Pero ahora se produce una reversión. Entre otros, lo acaba de plantear el diario Haaretz de Israel: “En lugar de derribar a China la crisis puede haber acelerado su posicionamiento como líder del poder mundial”.

En una variedad de sentidos es una evolución preocupante. El crecimiento económico y luego político de China ha motivado mucho antes de este desafío, un abanico de reflexiones sobre cómo ubicarse desde los valores occidentales frente a un régimen autoritario exitoso. ¿Qué tipo de daño podría causarle al sistema democrático esa constatación? Un sistema averiado, además, como hemos señalado, por la frustración de las masas debido a la ausencia de crecimiento individual y las fallas de sus liderazgos.

La batalla que han venido librando las dos mayores economías del planeta no es solo comercial, como sostiene el discurso norteamericano. El eje de ese choque es el control en un futuro muy próximo de las tecnologías estratégicas, desde telecomunicaciones con el G5, que ya encabeza Beijing, hasta robótica, equipamiento medicinal y super computadoras. En ese registro se está dando ahora un nuevo capítulo por la obtención de una vacuna contra el coronavirus que, para el ganador, será un trofeo en la guerra por el poder.

EE.UU. y China son los dos países más avanzados en estas exploraciones. La vacuna norteamericana la investiga la empresa biotecnológica Moderna Therapeutics y el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, un organismo del gobierno federal. La de China, donde hay un millar de científicos entregados a ese trabajo, la maneja un equipo de la Academia Militar de Ciencias Médicas junto a la empresa CanSino Biologics.

Nada indica que el resultado de esas investigaciones cruciales para la humanidad sea inminente. Quizá lo sería si unieran esfuerzos, un fallido que va desde la política a la filosofía y a una de sus disciplinas más ausentes hoy, la ética, porque la coherencia frente al peligro aconsejaría sumar y no restar. De estos páramos morales seguiremos viendo, y seguramente acentuados, cuando este drama haya finalizado.