Pegó en el palo y entró *

Pegó en el palo y entró *

Por Ricardo Arredondo*

Hace 75 años tenía lugar el nacimiento de las Naciones Unidas, una nueva organización internacional cargada de esperanzas. Luego de algunos escollos que casi la dejan afuera, la Argentina logró convertirse en uno de los miembros originarios de la institución.

Este 26 de junio las Naciones Unidas celebran su septuagésimo quinto cumpleaños. Ese día de 1945, al terminar la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Organización Internacional, se firmó la Carta de las Naciones Unidas en la Ópera de San Francisco. Sin embargo, el proceso que condujo a la adopción de este acuerdo comenzó casi cuatro años antes en una reunión de agosto de 1941 entre el presidente Roosevelt y el primer ministro Churchill que concluyó con la firma de la llamada “Carta del Atlántico”. Allí se utilizó por primera vez la expresión “Naciones Unidas”. 


Este puntapié inicial fue seguido, unos meses más tarde, por una reunión convocada por estos dos gobiernos en Washington DC, donde veintiséis países, incluyendo la Unión Soviética y China, firmaron la “Declaración de las Naciones Unidas” el 1 de enero de 1942, reafirmando los principios de la Carta del Atlántico. En esta Declaración se reiteraba la necesidad del establecer un sistema de seguridad general más amplio y permanente, abierto a todos los Estados, grandes y pequeños. Con estas premisas y con la evolución del conflicto cada vez más favorable a los aliados fue tomando cuerpo la convicción sobre la necesidad de crear una nueva organización de alcance general.


Al año siguiente se produjo un nuevo encuentro, esta vez en Moscú, y luego una conferencia en Teherán, donde Roosevelt desarrolló sus ideas para una nueva organización de las Naciones Unidas. Posteriormente, hubo reuniones en Bretton Woods, y Dumbarton Oaks en octubre de 1944 y una cumbre final de superpotencias en Yalta, cuatro meses después, que marcó la división del mundo en esferas de influencia durante los siguientes 45 años. 


Después de casi cuatro años de planificación y negociación, las grandes potencias finalmente estaban en condiciones de presentar sus propuestas y buscar la aprobación de la Carta de la organización que habían decidido que se llamaría Naciones Unidas. La conferencia en Yalta les había permitido, después de algunas desavenencias en las negociaciones, colocar la pieza final en el rompecabezas institucional propuesto cuando resolvieron sus diferencias sobre el poder de veto que se les otorgaría a los miembros permanentes del futuro Consejo de Seguridad. Una vez acordado esto, decidieron que Estados Unidos debería emitir invitaciones para una conferencia, que se celebraría en San Francisco a partir del 25 de abril de 1945.

En adición a las cuatro grandes potencias negociadoras (Estados Unidos, el Reino Unido, China y la Unión Soviética), inicialmente se invitó a otros cuarenta y dos estados, pero la cuestión de otros posibles asistentes a la conferencia se convirtió rápidamente en el primer punto de desacuerdo de la reunión. Las discusiones giraban en torno a la renuencia soviética a que Argentina fuera agregada a la lista de participantes, mientras que, a su juicio, Polonia -representada por el gobierno de Lublin que no era reconocido universalmente- sí debería estar. 


Mientras ese proceso se llevaba a cabo, la Argentina atravesaba uno de esos momentos turbulentos de su historia y era mirada con recelo por ambas superpotencias. Hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, uno de los pilares (tradiciones) de la política exterior argentina había sido el principio de la neutralidad en los conflictos internacionales, que había sido sostenido y defendido por todos los partidos políticos desde el siglo XIX. En ocasión de la Primera Guerra Mundial, Yrigoyen recurrió a la neutralidad, expresando que la Argentina no sería presionada a ingresar al conflicto bélico por presión de los Estados Unidos y mantuvo a nuestro país fuera de la Sociedad de las Naciones, creada por el Tratado de Versalles al finalizar la contienda. En la Conferencia de Panamá de 1939, Argentina se opuso al establecimiento de una zona de seguridad hemisférica, arguyendo que violaba los derechos de los beligerantes de conformidad con el derecho internacional, aunque finalmente se sumó al consenso hemisférico. 


A principios de 1940, el Gobierno de Ortiz le propuso a Estados Unidos abandonar ese principio de neutralidad para adoptar una posición de “no beligerancia” que, sin intervenir en el conflicto armado, sería favorable a la posición aliada. Estados Unidos, que en ese momento también mantenía una posición de neutralidad y no había ingresado a la Segunda Guerra (lo haría en 1941 con posterioridad al bombardeo japonés sobre Pearl Harbor) rechazó esta iniciativa, argumentando que dicha medida implicaría quebrar la unidad interamericana y recibiría un fuerte rechazo de la opinión pública estadounidense. La misma proposición le fue transmitida posteriormente al Reino Unido, que también la desdeñó. El Reino Unido consideraba que el abandono de la neutralidad argentina podría poner en peligro los suministros que le brindaba nuestro país, a la vez que afectar las escasas exportaciones británicas a la Argentina. 


Meses después, en una de las tantas muestras de doble discurso de los Estados Unidos en materia de política exterior, el presidente Roosevelt adoptó una política de no beligerancia similar a la que le había propuesto nuestro país y, por supuesto, sin comunicarnos ni consultarnos una palabra. Como señala Escudé, el orgullo estadounidense no iba a permitir que su país siguiera una propuesta argentina, sino más bien que fuera a la inversa. Tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial la Argentina procuró adoptar tempranamente una posición favorable a los aliados; en ambas ocasiones fue desairada por los Estados Unidos, que esperaba que nuestro país acompañara sus decisiones de política exterior y la Argentina, tercamente, haciendo alarde y gala de la independencia de su política exterior, se negó a seguir ese camino.

Con posterioridad al bombardeo de Pearl Harbor, en enero de 1942, se llevó a cabo en Río de Janeiro la III Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores (Conferencia de Río de 1942), durante la cual Estados Unidos ejerció presión sobre los países del hemisferio para que lo acompañaran ingresando en bloque a la guerra. La Argentina, a través de su canciller Enrique Ruiz Guiñazú, se opuso a ello, desatando una presión estadounidense que no dejaría de crecer.

La Segunda Guerra Mundial tuvo un fuerte impacto en la política interna argentina, produciendo una fuerte grieta entre los aliadófilos y los germanófilos y, en particular, repercutió en el golpe de estado del 4 de junio de 1943, que sumó un nuevo capítulo a las históricas desavenencias entre la Argentina y los Estados Unidos. Washington y Londres implementaron una política de no reconocimiento que se mantuvo por un año y presionaron, sin éxito, a algunos países latinoamericanos como Bolivia, Brasil, Chile y México, entre otros, para que hicieran lo propio. Asimismo, Estados Unidos y otros países implementaron medidas económicas de naturaleza coercitiva, procurando ahogar a nuestro país. 


A ello se sumaba el hecho de que nuestro país no había declarado la guerra al Eje y no había reconocido a la Unión Soviética como estado. La confluencia de estos factores (y otros que sería largo detallar aquí) hizo que la Argentina no estuviera entre los cuarenta y seis países invitados a la Conferencia de San Francisco. Tampoco había sido invitada a participar de la Conferencia Interamericana sobre problemas de la Guerra y de la Paz, que se reunió entre el 21 de febrero y el 8 de marzo de 1945 en el castillo de Chapultepec, ciudad de México. 


Con anterioridad a la Conferencia de Chapultepec, una misión de los Estados Unidos se desplazó a Buenos Aires, en febrero de 1945. En esa ocasión se transmitió que Estados Unidos no sólo abandonaría su actitud coercitiva, anulando las medidas económicas restrictivas impuestas en el curso del año anterior, sino que proveería material militar -una de las principales preocupaciones de nuestro país-, si la Argentina se avenía a cumplir con los compromisos hemisféricos refrendados en la Conferencia de Río de 1942, aceptaba las condiciones que se adoptaran en la futura Conferencia de Chapultepec y suscribía el Acta, declaraba la guerra al Eje y le imponía restricciones más severas a sus actividades. Diecinueve días después de la conclusión de la conferencia, el gobierno de Farrell emitió un decreto en virtud del cual adhería al Acta de Chapultepec, declaraba la guerra a Japón y Alemania y se comprometía a adoptar las medidas necesarias contra las empresas y los ciudadanos del Eje. 


En Yalta, a principios de 1945, Stalin exigió a Roosevelt que los países latinoamericanos que hasta ese momento no habían declarado la guerra al Eje (eran siete) lo hicieran pronto y que establecieran al mismo tiempo relaciones diplomáticas con la Unión Soviética como condición para ser considerados aliados y formar parte de las Naciones Unidas. En particular, el líder soviético tenía serias objeciones con respecto a nuestro país, al que consideraba “fascista”.

Ya iniciada la conferencia de San Francisco sin la presencia argentina, hubo una gestión decisiva de Nelson Rockefeller, Subsecretario para Asuntos Hemisféricos de los Estados Unidos, que logró vencer la resistencia del canciller soviético Molotov y, en una reunión en la oficina del Secretario de Estado estadounidense Stettinius, de la que participaron asimismo los cancilleres francés y británico y representantes de Brasil, Chile y México, se acordó invitar a la Argentina. Aún así, cuando el 30 de abril de 1945 se trató y aprobó la cuestión de la admisión de la Argentina, la Unión Soviética votó en contra, al igual que Checoslovaquia, Grecia y Yugoslavia. 


Junto con la Argentina fueron también invitados a participar Bielorrusia y Ucrania, lo que algunos historiadores han considerado como producto de una transacción entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Al producirse su liberación, Dinamarca también fue invitada a participar, sumando de esta manera cincuenta Estados a la Conferencia. Durante la celebración de la conferencia no existía un gobierno polaco universalmente reconocido, lo que recién ocurrió dos días después de terminada la misma, el 28 de junio de 1945. Sin embargo, por presión soviética, se dejó un espacio en blanco para la firma de dicho país, que el 15 de octubre suscribió la Carta y se convirtió en uno de los cincuenta y un miembros originarios. 


El proceso de descolonización dio lugar al acceso de nuevos Estados y otros acontecimientos fueron incrementando ese número hasta llegar a los 193 actuales, siendo Sudán del Sur el último en haber accedido a la Organización en 2011. 


Es evidente que el mundo hoy no es el reflejo de las bondades y exigencias que en 1945 quedaron incluidas en la Carta de las Naciones Unidas. Inevitablemente, las esperanzas iniciales se han moderado, especialmente cuando se ven frustradas por las amargas realidades de la política internacional y los intereses económicos en conflicto, un escenario negativo que se ha visto acelerado por la pandemia del COVID-19. Aun así, la visión y las primeras ambiciones no se han perdido por completo y las Naciones Unidas han seguido reformulando sus metas y objetivos a través del tiempo.


En este sentido, como he señalado en innumerables ocasiones, creo que hay que evitar caer en la tentación del facilismo y atribuir genéricamente a la organización lo que en realidad son comportamientos indebidos de algunos de sus miembros. Como también se ha expresado repetidamente “las Naciones Unidas son lo que los Estados quieren que sea”. Y esto se torna más evidente aun cuando sus Estados miembros más poderosos utilizan dobles patrones de conducta tanto dentro como fuera de la organización.

Las Naciones Unidas son la piedra angular del sistema internacional y la expresión institucional del multilateralismo. En una era de mega tendencias mundiales y amenazas globales, son un instrumento esencial de los Estados miembros para aprovechar las oportunidades comunes, defender los valores universales y promover la paz y la seguridad. Como lo expresó un ex secretario general de la organización, si las Naciones Unidas no existieran, habría que crearlas. 


* El título de este artículo se lo debo a mi querido amigo y colega, Ignacio de Casas. Esta es una versión ampliada de la columna “Los 75 años de las Naciones Unidas”, publicada en Clarín el 24 de junio de 2020, disponible en https://www.clarin.com/.../75-anos-naciones-unidas_0_awqceOo4O.html

** Abogado, procurador, escribano y profesor de Derecho Internacional Público y de Derecho y Práctica Diplomática. Recibió su maestría con especialización en derecho internacional LL.M. (con méritos) de la London School of Economics and Political Science (LSE) en 1996. En Argentina recibió su doctorado suma cum laude en 2011.



Ejerció la abogacía en Tucumán (1986-1989) y recibió una beca del Consejo Nacional de Investigación Científica y Técnica (CONICET) (1987-1989). Participa en el Observatorio de Política Internacional de la Universidad de Palermo y es miembro consejero del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI) y de varias otras organizaciones, incluido el Instituto de Derecho Internacional de la Academia Nacional de Derecho de Argentina y la Asociación Argentina de Derecho Internacional.