De una centuria a la otra: Bienvenidos a los nuevos años 20, ni dorados ni locos
Por: Marcelo Cantelmi*
Aquella fue la década del premio Nobel a Albert Einstein y de la instauración prematura de Adolfo Hitler al frente del Partido Nacional Socialista, del Duce en Italia o del surgimiento del Partido Comunista en China; de la primera huelga obrera en Gran Bretaña, de la muerte de Lenin o del Ulises de Joyce; de la invención de la línea de producción en las fábricas o del nacimiento de las compras a crédito en EEUU y desde ahí al mundo. Un periodo de múltiples acontecimientos de uno y otro signo pero que concluiría en el mayor desastre económico del siglo con la crisis que estalló el 24 de octubre del 1929 y la irrupción de la Gran Depresión.El mundo llegaba a la década dorada con la Primera Guerra Mundial a sus espaldas, que a su vez fue el cierre trágico de casi cuatro décadas de una relativa pero perceptible estabilidad en Europa occidental y central. Como los de hace un siglo, aquellos años previos estuvieron marcados por un ímpetu de nuevos valores, del fomento del capitalismo y el surgimiento de un enamoramiento marcado por la ciencia y el progreso. Se sucedían los inventos, la electricidad y sus usos posibles hacían furor. La primera red del Metro se inauguraba en julio de 1900 en Francia. Hubo novedosos avances en las comunicaciones y Marconi sorprendía con sus experimentos de transmisión inalámbrica; la telegrafía sin hilos cruzaba el Atlántico en 1901.
Era la Belle Epoque, la “edad bonita”, un término que de modo mucho más efímero le correspondió también a los años veinte, este centenario que recordamos. En aquella primera versión más extensa no fue Estados Unidos el eje de esos acontecimientos transformadores. Otros poderes superaban al sujeto norteamericano. Pero la Primera Guerra cambiará ese orden por otro mucho más significativo para las décadas siguientes.
Esa conflagración arrasó con Europa, por eso los brillos mayores de los años 20 se expandieron esta vez sí desde Estados Unidos, el gran ganador de la época. La gente, a su vez, se montó en esa expansión con deseos de vivir en otra frecuencia y modificando profundamente antiguos valores con el impulso de pasar la página a tantos horrores previos. El dato de la “década loca”, como también se la ha llamado, refiere con exageración a esos cambios que fueron desde el arte a la arquitectura, la vestimenta, la música y el lugar de la mujer. Los jóvenes buscaban mayor libertad, renegaban de las convenciones, se recortaban las polleras y se perdía la vergüenza que antes los reprimían.
Hubo determinantes objetivos que llevaron a esa situación. Estados Unidos había efectivamente crecido de modo significativo durante la Guerra. Su maquinaría industrial se fortaleció en proporción inversa a la decadencia de Alemania, que quedó atrapada en los durísimos términos del Acuerdo de Versalles de 1919, ahora sin Alsacia y Lorena centrales para sus industrias mineras. Austria y Hungría, a su vez, sufrieron recortes territoriales extraordinarios.
Pero también había problemas entre los principales ganadores del conflicto. Gran Bretaña había acumulado un ingente paquete de deudas de guerra con los EEUU así como sucedía con el resto de los aliados de Washington en el Viejo Mundo.
Para Norteamérica la situación no podía ser mejor. No solo era su mayor acreedor, sino el principal proveedor de casi todo lo que los europeos no podían brindarse. El dinero llegaba en torrentes a esa Norteamericana en auge. Era la sangre económica del fulgor de los años 20. Ese caudal generó una revolución en todos los niveles imaginables. Estados Unidos emergía como la primera potencia mundial y fijaba el rumbo en la política, la economía y también la moda, la música y el arte y daba paso a una pujante industria del ocio. Pero esas mutaciones fueron a su vez el pie para transformaciones radicales en las formas de producir y en los modos sociales de moverse en ese nuevo mundo.
Es la época del nacimiento de la cadena de montaje en la Ford Motors que fue imitada por el resto de las industrias. Las innovaciones tecnológicas permitían producir más y reducir los costos y se multiplicaban los beneficios.
El país cruzaba una raya tras otra. Se hicieron populares los teléfonos pese a su enorme costo, los automóviles y todo tipo de aparatos eléctricos que modificaban la vida diaria. El acceso popular a esos beneficios era complicado por los costos, de modo que nació una novedad que jamás se marcharía: el pago a crédito, en cuotas, viene de esos felices años 20.
También las deudas familiares por la ansiedad de tenerlo todo. La oleada de consumo, que permitía la venta a plazos, se extendió como un motor de la felicidad. Estados Unidos podía exhibir liderazgo en siderurgia, en automotriz, invenciones y rascacielos y, como hoy, con una tasa de ocupación sin precedentes.
El bienestar se traducía en optimismo. Como en la Belle Epoque, de comienzos del siglo o poco antes, nadie imaginaba nubarrones en ese camino. Economistas que luego serían centrales, como John Mainard Keynes, se percibían en un mundo en el cual nada nuevo podría suceder porque ya estaba todo lo necesario. Algo así emanaba del pensamiento de su Círculo de Bloomsbury, que en esa prosperidad impulsaba un orden social profundamente liberal en el mayor sentido de los términos, en contra de la rigidez victoriana, porque había la energía suficiente para variarlo todo.
Como luego sucedería en los 20 de EEUU, nada hacia adelante imaginaba un abismo. Solo los pesimistas sin éxito económico en las librerías de Londres pronosticaban lo que luego sería la primera gran conflagración y la irrupción de un nuevo orden mundial que no era el que saltaba por las cabezas de los Bloomsbury.
También por debajo de lo que se veía había tensiones que ligaban con las luchas y protestas de la primera mitad del 1800 con el surgimiento de un proletariado que había, en su momento, cambiado su mundo. Como escribió Edwin Harrington en un texto extraordinario sobre esa etapa: “La Belle Époque tuvo en primer lugar enormes masas de poblaciones que trabajaban para el goce de unos pocos. El vestido de una dama elegante costaba un año de trabajo de una familia obrera. Una joya, digna de una de las ‘Lionas’ de París, el esfuerzo de una aldea entera. Ese borbotón, ese estallido de lujo, se pagaba con dolor y hambre. También se podía decir que era un grupo de gentes ricas que bailan sobre un volcán…”.
El volcán de los años dorados de la década que cumple ahora un siglo fue una especulación financiera compleja que ganó su propia dinámica en la medida que el control se fue perdiendo. La crisis europea de la posguerra se media en un estancamiento económico. El ciclo de provisión norteamericana tenía ese límite objetivo en la capacidad de su clientela en el otro lado del océano. Los beneficios de las empresas, por lo tanto, no solo se multiplicaban por lo que producía sino que, además iban a la Bolsa en búsqueda de ganancias seguras de cobertura. El negocio cuadraba perfectamente.
El paulatino crecimiento de la demanda de acciones por el flujo de fondos que se había acumulado, elevaba su precio que trepaba en tanto el proceso se agudizaba. Como las ganancias se medían en cifras cada vez más amplias, muchos inversionistas apelaron a los bancos para fondearse con créditos que se derivaban a la compra de los papeles y, de ese modo, no perder el tren extraordinario que pasaba frente a sus vidas. La Bolsa vivía un auge único. Esa burbuja, por cierto, contenía más de un riesgo. Necesariamente en un momento los papeles iban a dejar de trepar porque el ciclo de enriquecimiento de las empresas exhibía aquellos límites. La reversión a la baja no tardó en llegar y tuvo el mismo dinamismo que la trepada, pero con el agregado del miedo que aceleraba la huida. La gente comenzó a vender rápidamente en un torrente que se agravó cuando los bancos reclamaron el pago de sus créditos. De un instante al otro multimillonarios que todo parecían dominarlo hasta hacía un momento, se tornaron en endeudados sin salida y en esa trampa muchos prefirieron suicidarse.
Fue el Jueves Negro de la estampida y el Martes Negro, cinco días después de la catástrofe. Había llegado el 29 sobre los escombros de los efímeros años dorados de la década del 20.
El mundo cambiaba otra vez. El proteccionismo fue la respuesta casi inmediata de las potencias que arancelaban las importaciones y movían sus monedas para intentar crecer sobre el lomo de sus competidores. Un fenómeno similar, con sus diferencias, al que atraviesa hoy nuestro presente.
Los nuevos años 20 que están por comenzar no se anuncian semejantes a los de hace una centuria. La expansión de entonces será, esta vez, un encogimiento por la desaceleración ominosa que exhibe la economía mundial. La década nace en un fin de ciclo del sistema de acumulación que al empinarse, acelera la aparición de cortinas de protección e insularidad, nacionalismos y guerras comerciales que profundizan el freno del crecimiento completando un círculo tóxico.
Lo que mostró el mundo tras aquella década de hace un siglo fue la paulatina construcción de una pesadilla que se coronó con la Segunda Guerra.
Como debió serlo siempre, observar el pasado debería servir para que el hecho de mirar hacia adelante conjure las imprudencias. No es una apuesta segura. La historia no se repite nunca pero insiste en parecerse.
*Profesor de Periodismo Internacional UP y editor jefe de la sección Política Internacional del diario Clarín.