Los otros significados de las elecciones en Estados Unidos

Los otros significados de las elecciones en Estados Unidos

Marcelo Cantelmi (*).

Especial para el Observatorio de Política Internacional de la Universidad de Palermo.


Lo que se libró en Estados Unidos ha sido mucho más que la disputa entre dos líderes, Donald Trump y Joe Biden. Fuera de las agendas divergentes de los candidatos, lo que avanzó fue la urgencia de un giro en la conducción para restaurar el lugar de liderazgo de EE.UU. que se fracturó en estos últimos críticos cuatro años de nacionalismo. Pero no hay claridad sobre hasta qué extremo el nuevo gobierno podrá avanzar, tendiendo puentes sobre las grietas internas y las externas.

Las elecciones en Estados Unidos, que han tenido el escabroso desenlace de un presidente perdidoso que se amarra sin sentido al poder, implicaron mucho más que el duelo evidente entre dos partidos y dos candidatos. La anécdota triste de la resistencia de Donald Trump a reconocer la victoria de Joe Biden, tanto oculta aquel desarrollo como también lo hace evidente. No es una observación contradictoria. El disparate de la resistencia al traspaso es un emergente estridente del estilo de un periodo que ha erosionado, como pocas veces en etapas previas, el lugar de Estados Unidos en el mundo y también su estructura interna. Frente a ese cuadro, en los comicios se jugó una urgencia superestructural por recuperar seguridades pérdidas de poder objetivo: prestigio nacional, tasa de acumulación y la capacidad de influir de la potencia. Dicho de otro modo, la restauración del liderazgo. El republicano Trump y el demócrata Biden expusieron en la campaña una diferencia de agenda substancial, mayor que la que en otras épocas exhibieron los dos grandes partidos norteamericanos. Sin embargo, es un dato relativo. No es lo central la rivalidad entre una y otra visión que se planteó, en verdad, desde la misma vereda. No ha sido un duelo ideológico. Lo que apareció sobre la mesa fue la necesidad del propio sistema de un relevo, en lo cual parecieron coincidir todos los factores de poder más allá de las irritaciones y especulaciones del momento. La elección fue la circunstancia, posiblemente más dramática por su carácter definitorio que podría haber producido un resultado inverso al que ha sucedido. Con todo, una primera conclusión es que la apuesta de Trump por la grieta fue significativa y exitosa. La victoria del demócrata esta mediada hoy, y seguramente lo estará más adelante, por el enorme caudal electoral que logró el mandatario y del cual pretende apropiarse. Mucha de la tradición norteamericana fenece en esta ocasión. No hay un traspaso normal, no hay respeto por el fallo de las urnas y no habrá un ex presidente en silencio durante la gestión de su sucesor. Más bien, una máquina destructiva que interferirá en la gobernanza de Biden para avanzar, con esos modos, en las legislativas de dentro de dos años y las presidenciales, en cuatro, a las que pretende postularse el magnate. Si esa construcción no se revierte, la apuesta es a casi un lustro perdido hacia adelante. Es necesario contrastar esa perspectiva ominosa con lo que fundamentó la carrera presidencial que se coronó con las elecciones del 3 de noviembre y lo que en realidad se pretendía. Aquella visión sobre la recomposición del sentido y del lugar de EE.UU., explica el soporte corporativo que ha rodeado a Biden incluso de respaldo a su programa de aumento de impuestos ("razonable", lo calificó la liberal The Economist) con la intención de aliviar las tensiones internas en Norteamérica, agudizadas notoriamente por la actual crisis social asociada a la pandemia y en los bordes de rebeliones civiles.

También, la lluvia de revelaciones sobre los cadáveres ocultos de Trump, desde la evasión fiscal, la expulsión de venezolanos que huyen del régimen, los negocios turbios con Rusia y sus cuentas secretas y emprendimientos ocultos en China. Al presidente, un líder transaccional y no transformador, en la visión del politólogo Joseph Nye, le ha costado comprender esas tendencias en su contra y, sobre todo, de donde han llegado. Esa persistente demolición que sufrió su candidatura, agudizada por el desastre de la gestión de la pandemia, se alimentó de la necesidad de un salto de eficiencia, que no es la del electorado donde se precipitó esa lluvia de denuncias, sino del vértice del sistema que la impulsó. Tanto en EE.UU. como en Europa se multiplicaron las señales desde los establishment para esa mutación que en el escenario geopolítico se ha vuelto aún más esencial. Hacia adentro, en el plano doméstico, la necesidad de aliviar las fracturas se cruza con la recuperación de una idea moral, que contemple la restauración de los valores democráticos más allá de la retórica, como un ariete para sostener el resto del discurso y la diferenciación en la etapa. Es este un dato que será interesante observar desde América latina donde algunas estructuras institucionales imperfectas se ilusionan con que Biden les hará la vida mejor que el populista Trump.

Las heridas internas son abismales. El sociólogo y politólogo Larry Diamond describe con rasgos gruesos en Foreign Affairs la encerrona norteamericana. “Es difícil –dice- establecer analogías con el declive de otras democracias porque ninguna otra democracia liberal adinerada y madura ha sufrido un colapso institucional similar. Pero los grandes signos de la decadencia política son familiares — y alarmantes — para los estudiosos comparativos de la democracia: la creciente polarización, desconfianza e intolerancia entre los partidarios de los principales partidos opositores; la creciente tendencia a ver los vínculos partidistas como una especie de identidad tribal; el entrelazamiento de afiliaciones partidistas con identidades raciales, étnicas o religiosas; y la incapacidad de forjar políticas”.

No son voces solitarias sobre esos desvíos y consecuencias. El ex presidente Barack Obama en A Promised Land, el libro de memorias que acaba de publicar, advierte sobre la existencia de "una crisis anclada en el enfrentamiento fundamental entre dos visiones opuestas de lo que es Estados Unidos y de lo que debería ser". Un escenario que revela "el desprecio a las normas y las garantías básicas" que, durante mucho tiempo, tanto demócratas como republicanos "dieron por sentado". En el nivel global, el mundo vive una etapa de caos. La destrucción de las alianzas por la visión nacionalista y proteccionista del magnate, generó vacíos que son ocupados de manera anárquica. El influyente politólogo polaco norteamericano Zbigniew Brzezinski, la contraparte de Henry Kissinger en el campamento demócrata, hace años había llamado a moderar precisamente el entusiasmo sobre la hegemonía norteamericana que garantizaría el final de la era soviética. Planteó, en cambio, que “los EE.UU son aún la más poderosa entidad pero, dados los complejos cambios geopolíticos en los balances regionales, no es ya el poder imperial global”. En esa circunstancia sugería que “a medida que termina su era de dominio global, los EE.UU. deben tomar la iniciativa en la realineación de la arquitectura de poder global”. Es justamente lo que no hizo Trump y lo que debe intentar recuperar Biden. Como señalaba Morgenthau, el padre del realismo en las relaciones internacionales, las naciones definen sus intereses en términos de poder. Si ese proceso se efectiviza sin límites, arriesga la legalidad que equilibra desde Westfalia el concepto del estado nación. Ese escenario disruptivo se verifica ya en la irrupción de un nuevo derecho natural en el cual “los bienes del más débil y menos vigilante serán propiedad del mejor y del más fuerte”, como lo expresó Platón en boca de Hércules. En estos años de poder de Trump, EE.UU. ha perdido el control sobre el desarrollo nuclear de Irán y de su expansión territorial. También sobre China que, al revés de lo que pretendía en su momento Barack Obama, está ahora dictando las reglas y avanza implacable sobre sus intereses, Hong Kong o el Mar del Sur de la China y se fortalece como el ejecutor del mayor mercado de libre comercio en Asia. La dictadura de Corea del Norte, que aún defiende Trump, se ha coronado ya como un poder militar a la altura de las mayores potencias. Y Turquía se ha expandido militarmente sin prejuicios como un remedo moderno del viejo sultanato otomano. La brutal guerra que se ha librado en el sur del Cáucaso es un ejemplo marginal pero extraordinariamente grave de estas anarquías.

Los armenios, blanco de ese conflicto por el dominio de su enclave de Nagorno Karabaj que, abrazada a Turquía, en gran medida le arrebató Azerbaiyán, repetian una letanía significativa. Afirman que “los nietos del genocidio armenio están siendo masacrados por los nietos de los autores del genocidio de 1915 con armamentos provisto por los nietos de los sobrevivientes del holocausto judío”. La frase aludóa a la inmensa presencia de armas israelíes, incluyendo drones y bombas inteligentes del lado azerí en ese conflicto sin sentido ni dirección que en otros momentos de una fuerte estructura de liderazgo global, no hubiera sería posible. Biden habló desde la preocupación del establishment, al que pertenece, cuando denunció con claridad en Foreign Affairs la abdicación norteamericana. “El mundo no se organiza por sí mismo. Durante 70 años, Estados Unidos, bajo presidentes demócratas y republicanos, desempeñó un papel de liderazgo en la redacción de las reglas, la creación de acuerdos y la animación de las instituciones que guían las relaciones entre las naciones, hasta Trump”, lamentó. Jake Sullivan, un asesor en seguridad nacional del demócrata, que tendrá influencia central en el gobierno de Biden, remarcó en diversas intervenciones el sentido del interés mayor en juego, al sostener, casi en tono dialéctico, que “en el mundo actual, el poder se mide y se ejerce cada vez más en términos económicos. Y la economía, al menos tanto como todo lo demás, va a dictar el éxito o el fracaso de EE.UU. en geopolítica”. Concluye, claro, que su país “no construirá una estrategia correcta si se equivoca en la política económica”. Es la salida de la actual crisis y la forma en que se produzca esa reconstrucción. La tasa de acumulación, que de eso se trata, para volver a Morgenthau, es la capacidad que define las intenciones y permite proyectar el poder político. Cuanto mayor de una más de las otras. Kissinger sostenía, en épocas del gobierno de George Bush, que una manera de lograr controlar a Irán, por ejemplo, era persuadir a la potencia persa de evolucionar de causa a nación. Es lo que intentó Obama con su acuerdo nuclear de Viena que Trump desarmó y Biden está dispuesto a resucitar con el beneplácito de los gobiernos europeos aunque posiblemente ya sea muy tarde para revertir las consecuencias de ese fallido. El desafío chino es quizá el caso más elocuente de estas tensiones en la cima. La dirigencia de Beijing está convencida de que la tumultosa experiencia nacionalista de Trump no ha sido un accidente en la historia sino la revelación de la decadencia inevitable de EE.UU. una polémica noción que sostenía Mao Tse Tung y que ha vuelto al primer plano con el actual gobierno de Xi Jinping. Analistas y politólogos, como el sinólogo Julian Baird Gewirtz, sostienen que EE.UU. debe actuar para modificar esa percepción por el enorme costo político que la envuelve. Wu Xinbo, decano del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Fudan, argumentó en 2018 que las “políticas imprudentes” de la administración Trump estaban “acelerando e intensificando el declive estadounidense” y “han debilitado enormemente el estatus internacional y la influencia” de EE.UU.”, observa Gewirtz. Un comentario en el periódico estatal Ta Kung Pao, señalaba a principios de este año 2020 que “Estados Unidos está pasando de ‘declinar’ a ‘declinar más rápido’”. “Esta creencia se ha convertido en una premisa central de la estrategia evolutiva de China hacia Estados Unidos”, alerta el académico. Son estas las urgencias de la hora. Biden y sus aliados concuerdan que se debe modificar la estrategia hacia China, en lo que refiere a la guerra comercial que ha sido el pretexto para la carrera tecnológica que emprendió Trump. Pero el camino para hacerlo debe contemplar previamente el impulso a un desarrollo interno que reponga a EE.UU. a la cabeza de la innovación y de la fijación de las reglas. “No existe ninguna razón por la que debamos quedarnos atrás de China o de cualquier otra nación en energía limpia, computación cuántica, inteligencia artificial, 5G, tren de alta velocidad (transporte que no existe en EE.UU.) o la carrera para acabar con el cáncer tal como lo conocemos”, escribió Biden sobre la abdicación norteamericana. El flamante presidente demócrata, en línea con Sullivan, habla primero de economía y luego de la política como su consecuencia y proyección, detrás de aquellos objetivos. “EE.UU. representa una cuarta parte del PIB mundial. Cuando nos unimos a otras democracias, nuestra fuerza es más del doble. China no puede permitirse ignorar más de la mitad de la economía mundial. Eso nos da una influencia sustancial para dar forma a las reglas en todo”. Esa fórmula funda la recuperación del atlantismo. La República Popular no es la Unión Soviética. El relacionamiento comercial entre EE.UU. y la potencia asiática es central y de una magnitud clave para recuperar el ciclo económico mundial. De ahí que no puede repetirse la teoría que Ronald Reagan revoleaba sobre aquella Rusia comunista: “nosotros ganamos y ellos pierden”. Esa ha sido la visión de Trump. Lo que reaparece es la doctrina del Pivot Asiático, que consiste en el traslado del poder económico y militar de la potencia occidental hacia aquel espacio, una noción que desactivó el republicano y le sirvió a China para reacomodarse. Los datos de quien va ganando son elocuentes. Mientras le economía de EE.UU. se reducirá en promedio un -4% este año, la República Popular crecerá casi dos por ciento. En la otra mano, años de guerra comercial no han servido para modificar el orden de los factores. El superávit comercial a favor de Beijing no se ha modificado, las bolsas de China operan más que Wall Street y la carrera tecnológica se ha incrementado, esta vez con el gigante asiático buscando deshacerse de su dependencia de los chips norteamericanos. De esa dinámica es difícil regresar, pero menos claramente si Trump era quien estaba a cargo del comando.

(*) Editor jefe de Política Internacional del diario Clarín Docente de Periodismo Internacional (Historia de Conflictos) en la Facultad de Sociales, Universidad de Palermo. Autor de El Fin de la Era Bush; Una Primavera en el Desierto; Diario de Viaje.