Angela Merkel, la despedida a la dama inoxidable de Europa

Angela Merkel, la despedida a la dama inoxidable de Europa

Marcelo Cantelmi (*)
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la UP

Wir schaffen das. Lo vamos a conseguir. La frase que pronunció en uno de los momentos de mayor tensión política, casi una versión del Yes we can que consagró en su momento a Barack Obama, será con la cual la mandataria alemana Angela Merkel será recordada. Y se verá si cumplió con ese mensaje total o quizá parcialmente.  

Esta mujer única deja el poder después de casi 16 años de gobierno con el legado de una potencia robusta y consolidada, la primera de Europa, y una imagen personal muy por encima del 50% que mantuvo a lo largo de ese extenso período de gobierno.

El dato más significativo de esta despedida de la vida pública y del tamaño del personaje, que superó en longevidad a su mentor Helmuth Kohl, el líder que unificó a las Alemanias, quizá se advierta más claramente en una percepción de desamparo global que se insinúa.

No surge esa sensación solo de las condiciones indudables de esta dirigente, sino por la precariedad que resalta entre la mayoría de los liderazgos mundiales que la acompañaron y seguirán tras su larga gestión de cuatro legislaturas.

Ni el francés Emmanuel Macron, que fue una fugaz esperanza, o la reciente irrupción del demócrata Joe Biden, son alternativas para ocupar un liderazgo necesario en un mundo que ha perdido referencias. Y que además está azotado por nacionalismos fanáticos y un potente pensamiento insular.

Merkel anunció hace tiempo su decisión de no buscar un nuevo mandato en las elecciones generales del pasado domingo 26 de setiembre y jubilarse. Ese paso, sin embargo, no se está zanjando de un modo satisfactorio para esta legendaria política. Quizá también allí un remedo de su relación compleja con Khol, un gigante político y también físico, de quien se comentaba que aplastaba a quien quiera pudiera surgir de las bases de los cristiano democráticos, la CDU, para intentar ocupar su lugar.

Algo así sucede con el legado político de la canciller saliente (Alemania y Austria son las dos naciones que llaman canciller al primer ministro). El candidato de centro derecha, Armin Laschet, quien debería relevarla en el poder al frente de la alianza que la Union Cristiano Demócrata mantiene con la Unión Social Cristiana de Baviera, no logró cumplir con esa expectativa.

El ministro de finanzas, vicejefe de gobierno y líder de la aliada socialdemocracia, PSD, Olaf Scholz es quien logró una mínima diferencia, de gran peso políticos, en los comicios.

Vale tener en cuenta que definir como opositor y oficialista a cada uno de estos dirigentes implica una dificultades. Ambos dirigentes forman parte de la estructura de poder, Scholz incluso con la segunda silla del mando en Alemania. Son ambos de algún modo oficialistas.

Ya sondeos previos a las elecciones descubrían que los electores encontraban al socialdemócrata   más capacitado para el cargo de premier que Laschet, especialmente entre los seguidores de Merkel que lo veían como un heredero mucho más natural que el cristiano demócrata. Peculiaridades de esta Alemania. En tercer lugar quedó   Annalena Baerbock del Partido Verde, con 15% devoto y muy cerca el Partido Liberal. Datos que indicaron por donde se encaminaba el primer intento de formación de gobierno, por primera vez en años entre tres partidos y no dos. Una conclusión posible, el PSD con los Verdes y posiblemente los liberales. Un gabinete que se balanceen con el reparto de ministerios.

Merkel que tuvo un participación muy discreta en la campaña ha sostenido quizá sin demasiada convicción que “no da lo mismo quien gobierne este país”. Pero la frase posiblemente apuntaba a cualquier cosa que vaya más allá de las dos grandes formaciones que marcan la política alemana. 

Es interesante notar que lo que descubrió la elección venia insinuándose desde comienzos de año, hace muy poco, cuando el partido de Merkel se imponía fácilmente sobre la socialdemocracia. Esa mutación es multicasual, no solo refiere a la imbricación que hay entre estas formaciones, como señalamos más arriba, también a la situación objetiva de la sociedad alemana, cuya realidad deja muy atrás atrás ciertos mitos de equilibrios totales.

Hay dos aspectos a tener en cuenta. Uno es histórico. Fue el ex primer ministro socialdemócrata Gerhard Schröder, que gobernó entre 1998 y 2005, quien hizo el mayor ajuste de la historia contemporánea alemana. Esas medidas recortaron el estado benefactor que hasta entonces era el mayor de Europa, condición que pasó a Francia. Schröder, que rompió inmediatamente al llegar al poder con su ala izquierda que encabezaba Oskar Lafontaine, labró el camino a Merkel con las reformas en el sistema de protección social y en el mercado laboral, que le permitieron gobernar con sus banderas de austeridad.

El legado de ajuste de Schröder se verificó con el costo de una masa importante de desocupados y un crecimiento nacional débil como grandes costos de la mutación, que la canciller no tardó en revertir. Esa sociedad, luego, en esta etapa, se coronó con la llamada Große Koalition, entre las dos fuerzas, que explica que la líder saliente y el socialdemócrata Scholz se repartan los dos mayores cargos de la administración del país.

La otra condición se relaciona con la situación nacional. Si bien la desocupación se ha reducido a la mitad de sus niveles históricos, el mercado laboral ha extendido su precariedad, además con una gran desigualdad entre el este y el oeste.

“Hay más trabajadores pobres, más empleo a tiempo parcial no deseado”, señaló un estudio económico del diario de El País de Madrid. En ese escenario florecieron los llamados minijobs, una especie de changa extra de muchas familias para llegar a fin de mes y que renta un máximo de 450 euros mensuales (unos 530 dólares, poco en un país muy caro).

La intención original era que esas alternativas debían concentrarse entre los estudiantes, en su primer ingreso, pero se han extendido a más de siete millones de personas que tienen esos puestos sobre un total de 40 millones de empleados.

Para peor, cerca de un millón de estos trabajadores precarios perdieron su minijob por la crisis del coronavirus. Si se observa en esos números puede comprenderse por qué los socialdemócratas acabaron yendo adelante.

Una cuestión clave en este sentido consiste en que la alianza entre las dos fuerzas de centro, por izquierda y por derecha, coincidió en mantener por largo tiempo la presión sobre los salarios. Pero la crisis que se extendió por el mundo desde el 2008, forzó a un realismo en 2013 que permitió que pudiera sobrevivir la Große Koalition. El remedio fue que por primera vez se aceptó, a propuesta del PSD, que Alemania tuviera un salario mínimo, que debutó en 2015 con 8,5 euros la hora, luego trepó a 9,5 y Scholz venía prometiendo elevarlo a 12 euros si ganaba el poder. Esa es la irritación de los sectores más conservadores que traducen casi como extrema izquierda esa medida de leve contención social.

Desde las épocas del imperio alemán de Otto von Bismark, en la Europa del siglo XIX, hay una muy sugestiva expresión en alemán cuyo espíritu llega desde la antigua Grecia, glückseligkeitwirtschaft. Se traduce como economía de la felicidad. Es una extraordinaria combinación, por cierto nada ingenua.

Equipara la economía y su función con la dicha. Tiene sentido. Fue aquel régimen el que dio los primeros pasos en medidas de contención social y seguridad básica a la población para hacer frente a las ideas de Carlos Marx que florecían en las clases obreras y para combatir el espectro agazapado de la Comuna de París.

Esa visión sutil de cómo deberían ser la cosas, ha ido más que venido durante la gestión de Merkel, que con sus brillos también ha exhibido oscuridades. Por momentos como si se tratara de dos perfiles en un mismo envase. En la política europea se notó esa dualidad.

Después de la gran crisis de 2008, Alemania salió a auxiliar a las economías del sur europeo que entraron en un cono de crisis histórica, pero se lo hizo con una demanda extraordinaria de ajustes y austeridad.

Era lo que el sociólogo de Münich, Ulrich Beck, sintetizó en un pequeño pero notable libro, sobre la alemanización de Europa y la conversión real del euro en una especie de nuevo marco con el Banco Central Europeo como el verdadero Bundesbank. Esa política, que dañó especialmente al eurosur, con ejemplos brutales como el derrumbe griego, el portugués y en otra escala, también el terremoto financiero en España o Italia, se tradujo en deformaciones políticas. Nació o se extendió una corriente ultra en el bloque aupada en la frustración de las clases medias que vieron desintegrada su capacidad de movilidad social.

La Unión Europea, tan defendida por Merkel, creaba sus propios monstruos con una legión de soberanistas, ultranacionalistas, incluyendo su versión en Baviera con el neofascista Alternativa Für Deutschland, que reclamaban la desintegración del sueño cosmopolita del continente. La pesadilla del Brexit fue un efecto terminal de esa irrupción extremista.

Esta experiencia fue formando la otra Merkel, la que la acompañará especialmente desde el recuerdo a partir de su despedida. Aquella que en 2015 desafíó a sus propios electores anunciando que aceptaría a cerca de un millón de refugiados que escapaban de los frentes de guerra especialmente de Siria, pero también en menor medida de Irak o Afganistán.

Y que a la postre se han integrado perfectamente en la economía alemana.

Ahí comenzaron las urnas a dispararle en contra, recargadas de un fanatismo nacionalista y con dosis enormes de xenofobia. Pero el dato principal de esa exhibición de capacidad de cambio, una condición de los liderazgos fundacionales no apenas transaccionales, ha sido su reacción a la enorme crisis económica asociada a la pandemia de coronavirus.

Al revés que en 2008, esta vez se cuidó de apretar la garganta de los países golpeados, desapareció el austericidio como marca. Alemania junto con Francia impulsó dentro de la UE uno de los programas de rescate de mayor calado histórico. Fueron 750 mil millones de euros, 500 mil millones a fondo perdido y el resto con enormes facilidades para su devolución y sin contraprestación de ajustes.

Se trató de un giro radical para romper el tabú dento de la UE que rechazaba la mutualización de las deudas y que fue solo resistida por los pequeños socios del norte más rico.

Con esos pasos Merkel, de algún modo, revirtió las advertencias de Beck o del enorme Jürgen Habermas, europeizando por primera vez a la Alemania realista que se ha preparado hace tiempo y con disgusto para decirle Tschüss Mutti (adios mamá), posiblemente para siempre. Wir haben es geschafft, podrá decir, lo hicimos.

(*) Es actualmente el editor jefe de Política Internacional- Mundo del diario Clarín
Director del Observatorio de Política Internacional de la Universidad de Palermo
Ex corresponsal sudamericanos de las agencias UPI y Reuters
Autor de los ensayos El fin de la Era Bush (Capital Intelectual), Una Primavera en el Desierto (Sudamericana) y Diario de Viaje (Universidad de Palermo)