Derivas imprevisibles del choque entre EE.UU. Y China por Taiwan

Derivas imprevisibles del choque entre EE.UU. Y China por Taiwan

Marcelo Cantelmi (*)
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la Universidad de Palermo


La esgrima cada vez más agresiva entre EE.UU. y China tras la máscara del destino de Taiwán eriza con razón las espaldas del mundo. Como los duelistas de Conrad que se desafían pero no se matan aunque cada vez se agreden más fuerte, esta rivalidad lleva años en los cuales ha crecido el riesgo de la pérdida de control. La memoria da pista. En diciembre de 2013, cuando Joe Biden era vicepresidente de Barack Obama viajó a Beijing para conocer al flamante líder chino Xi Jinping, coronado en marzo de ese año. Los dos hombres parecían haber congeniado. Justamente le comentó a Xi en confianza: “Mi padre solía decirme, Joei, la única cosa peor que una guerra es una guerra involuntaria”, recuerda como una huella de este presente, en The New York Times, el ex subsecretario de Estado Danny Russel.

Es lo que observa el ex diplomático español Javier Solanas cuando sostiene que en la actual etapa de incertidumbre “si la competencia entre EE.UU. y China degenera en confrontación, lo más probable es que ocurra por accidente”. ¿Cómo se amortigua ese riesgo? Con diplomacia, pero no como un dispositivo último de reacción sino como un hábito regular para disolver las crisis. “Cuidar el jardín diplomático”, que proponía el ex canciller norteamericano George Shultz y homenajea Solanas.

Eso, precisamente, no es lo que está ocurriendo. Taiwán es clave en la disputa entre estos dos colosos. La isla liga con el orgullo nacional chino y desde esa noción, con la jerarquía que le da la política. La eventual reunificación simboliza la fortaleza e incluso la legitimidad del Partido Comunista. De modo que el peso de Taiwán no debe medirse porque configure una improbable amenaza por su alianza con Occidente. Lo central es su significativo valor doméstico para el Imperio del Centro.

“Es improbable que cualquier líder político sobreviva a una declaración de independencia hecha por Taiwán,” sintetizan con acierto los académicos de la Universidad de Bradford, Owen Greene y Christoph Bluth. Es lo que mira Xi Jinping, quien el año próximo avanzará a su tercer mandato consecutivo. Un escalón en el cual se asume equivalente a Mao Tse Tung y a Deng Xiao Ping, como el umbral de una nueva dinastía que reconstruya la historia donde el mundo solo debería reconocer la hegemonía china.

Es por esto que una proclamación de Taiwán como nación obligaría a Beijing a actuar. También a Washington. Solo la propia dinámica del conflicto indicaría dónde podría detenerse esa pesadilla. China ha multiplicado su presión sobre la isla desde que en 2016 se instauró un sólido gobierno soberanista en Taipei. Y nada indica que las elecciones de 2024 den paso al Kuomitang, el otro gran partido de la isla, pero prochino. La amenaza militar, que se ha reflejado en movimientos navales y vuelos rasantes de aviones de guerra chinos sobre el Estrecho y la zona de vigilancia y protección aérea de Taiwán, pretende persuadir en contra de cualquier manifestación unilateral. También es un mensaje a Washington. Hasta hace poco, EE.UU. era más sutil y participaba de ese juego. Respaldaba al gobierno taiwanés y su ideal emancipatorio, pero sin que ese apoyo cruzara la línea roja de habilitar una proclama independentista. Se actuaba desde ambos lados en base a una enorme cuota de realismo que supone que los conflictos no pueden ser negados o ignorados y merecen las cuotas de equilibrio que recomendaba Shultz.

El crecimiento económico y por lo tanto político de China modificó la ecuación. La rivalidad binacional se tornó sistémica. El compromiso de EE.UU. con China, nacido en los acuerdos de Richard Nixon con Mao primero y luego con la reanudación de las relaciones diplomáticas pactadas con Deng, el timonel de la modernización del gigante asiático, se resquebrajó. Ese desperfecto se notó de modo sutil con los gobiernos de Bill Clinton, George Bush y Barack Obama, hasta tornarse tosco en su evidencia con la administración de Trump. Biden, tripulante de la Guerra Fría, se alineó con ese comportamiento rudo, ignorando el deseo de las corporaciones que lo instauraron en la Casa Blanca para que, en parte, desescale el choque con China que tanto daña la economía mundial como aumenta los costos internos debido a las sanciones.

La guerra comercial, y detrás de ella la disputa por el liderazgo tecnológico, abrió una grieta que este columnista constató en China, donde los académicos y funcionarios le señalaron que ya no habría regreso al camino de confianza con la potencia occidental. El desperezo del gigante asiático lo convirtió en lo que el Pentágono describe como una amenaza con argumentos de aquella Guerra Fría que justificarían cualquier procedimiento. Como señala Solanas, los republicanos y demócratas que no logran ponerse de acuerdo en nada, van unidos en su rechazo a China. Se multiplican analistas como John J. Mearsheimer que en un artículo impresionante en Foreign Affairs, The Inevitable Rivalry, reprocha a EE.UU. por haber caído en la ingenuidad de permitir el desarrollo económico de China.

Las dos potencias “están atrapadas en algo que solo puede llamarse una nueva Guerra Fría, con intensa competencia de seguridad en todas las dimensiones imaginables”, afirma Mearsheimer, distinguido politólogo de la Universidad de Chicago. Por eso, remarca que EE.UU. debió haber atenuado el crecimiento chino y ampliado el espacio de poder entre Beijing y Washington. “Desde una perspectiva realista -dice- la noción de una China como un coloso económico es una pesadilla”.

Lo que no ve Mearsheimer es que China de cualquier modo hubiera crecido con o sin apoyo de EE.UU. La potencia asiática ha atravesado uno de los procesos de industrialización y urbanización más intensos y acelerados de la historia y consiguió en treinta años lo que a Gran Bretaña y a EE.UU. les tomó doscientos. Eso no sucedió por el patrocinio occidental exclusivamente.

El vínculo bilateral armado hace medio siglo y luego, en 2001, con el ingreso chino a la OMC, incorporaba, además, sus propios amortiguadores. La dependencia económica entre las dos mayores potencias ha funcionado como una válvula para preservar el control. Se notó en la crisis de 2008 cuando Hu Jintao, predecesor de Xi, se negó a liquidar sus depósitos de bonos del Tesoro norteamericano con lo que hubiera acelerado el golpe financiero que acorralaba al gobierno de Bush. Luego, en 2010, cuando el Banco Popular de China se opuso a las demandas del Ejército Popular de Liberación para liquidar las reservas de dólares como castigo a Washington por su apoyo a Taipei. El gobierno chino, se alineó con la posición del Banco Central.

Pero hoy la embestida de EE.UU. es una política de Estado en toda la línea para garantizar la superioridad norteamericana. No solo por el “esfuerzo proteccionista”, en palabras de The Economist, para sacar del mercado a un rival tecnológico como Huawei en beneficio de las competidoras estadounidenses.

También se han multiplicado los gestos con relación a Taiwán. La Casa Blanca despachó a la isla, por primera vez a en medio siglo, un grupo de asesores militares para asistir a las fuerzas locales. Acaba de invitar al gobierno taiwanés a una conferencia global sobre democracia, elevando su jerarquía política. Antes propuso que Taipei tenga una voz nacional en la ONU, iniciativa de extrema conflictividad para Beijing que niega ese rango a lo que considera meramente como una provincia rebelde. Taiwán perdió ese privilegio cuando Washington arrastró a casi todo el mundo occidental para reconocer a China comunista como la única China, con asiento permanente en el quinteto estratégico del Consejo de Seguridad.

Se consagraba la doctrina de Una China dos Sistemas, negociada con Deng y que redujo el rango diplomático de Taiwán. En el plano militar, EE.UU. ha planteado la modernización de su arsenal atómico de 3.750 cabezas nucleares obligando a China a hacer lo mismo con su más limitado almacén de 350 cabezas. También generó una nueva alianza con Australia para dotarla de una flota de submarinos nucleares frente al disputado Mar del Sur de la China y ha revitalizado el Quad, la alianza diplomática y de seguridad entre Norteamérica, Japón, India y Australia, creada por el gobierno de George Bush la década pasada.

El régimen reacciona con una lluvia de editoriales en la prensa ligada al Partido Comunista que, al revés de la tolerancia que exhibía en épocas de Obama, describe a un EE.UU. decadente, con “trágicas intervenciones militares, polarización política y racismo”. Pero el dato más complejo de la irritación de Beijing lo reflejan los ensayos de alta tecnología que sorprendió a EE.UU. de misiles supersónicos y la irrupción de bandadas de cazas sobrevolando el Estrecho de Taiwán, los últimos a fines de noviembre mientras el líder chino se mostraba reunido con sus generales.

Con ese trasfondo Xi ha sostenido que la pura noción de la independencia de Taiwan amenaza el “rejuvenecimiento nacional”. Metáfora de una modernización a gran escala que el PC fija como punto cúlmine en 2049, con el centenario de la República Popular cuando, imaginan, regresará China a su sitial de imperio global. Es lo que EE.UU. busca impedir no solo de la mano de Taiwán.

* Editor Jefe de Política Internacional del diario Clarín Docente y Director del Observatorio de Política Internacional de la Universidad de Palermo Autor de ensayos como El fin de la era Bush (Capital Intelectual) o Una primavera en el desierto (Sudamericana).