El drama de Afganistan, el otro Vietnam de los Estados Unidos
Marcelo Cantelmi (*)
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la UP
El drama de Afganistán es uno de los más graves de nuestra época, pero ha circulado en los límites de la atención pública. Se lo ha consignado por años solo de modo intermitente en crónicas y análisis de ocasión. Ahora reaparece con mayor frecuencia, aunque no por su tragedia crónica sino a raíz del retiro militar tumultuoso y desprolijo de EE.UU. tras dos décadas de haber librado en esa comarca la guerra más prolongada y fallida de su historia.
En el próximo setiembre Washington aspira a que esa salida sea completada, un paso que abrirá dos grandes dimensiones: una extraordinaria mutación geopolítica con el ingreso de China a ese espacio estratégico de Asia, y el regreso al poder total de una sanguinaria y fanática dirección política.
La última etapa del proceso de salida norteamericano coincidirá con el aniversario de los atentados a las Torres Gemelas del 11 de setiembre de 2001 que fue el gatillo de la invasión a Afganistán. Una decisión del entonces gobierno de George W. Bush obligado a dar algún tipo de respuesta tras aquellos ataques que estremecieron a EE.UU.
Recordemos que el argumento fue la negativa del régimen fundamentalista talibán, liderado por el gaseoso Mullah Omar, a entregar al millonario saudita Osama Bin Laden, quien vivía allí refugiado. Bin Laden era el jefe de la banda terrorista Al Qaeda a la que se atribuyeron los ataques a Nueva York y el Pentágono. Menos de un mes después de esos atentados, una ofensiva encabezada por EE.UU. con apoyo británico, desembarcó en esa pobrísima nación, casi sin encontrar resistencia. Los talibán fueron derribados del poder, pero nunca se fueron del todo. EE.UU. tan fortalecido entonces ni siquiera aceptó la oferta de rendición de los insurgentes. Ahora, 20 años después, están a un paso de volver a reinar y con acuerdo norteamericano.
En aquellas jornadas, según la CIA el esquivo Mullah escapó a Pakistán a bordo de una motoneta y el terrorista saudita despareció sin dejar rastros. No era el resultado deseado por el presidente republicano, pero más adelante esa contingencia le brindó una multiplicada utilidad. Son inolvidables las apariciones de audios y videos durante la campaña presidencial de la reelección de Bush en 2004 frente al demócrata John Kerry en las que un despiadado y por momentos sobreactuado Osama revoleaba todo tipo de amenazas justo en esas fechas movilizando el electorado oficialista.
La guerra contra un enemigo espectral, despiadado y sin fronteras que no debía ser discutida, le permitió a ese gobierno norteamericano avanzar como pocas veces antes sobre las libertades individuales. De esa etapa es el nacimiento del Department of Homeland Security, una estructura de seguridad de enorme autonomía. Sus agentes ingresaban sin orden judicial en cualquier domicilio y llegaron a investigar a los norteamericanos según los libros que compraban o reservaban en bibliotecas.
Los talibán, literalmente estudiantes del islam en lengua pastún, habían tomado el poder en Afganistán tras la salida, también desordenada y tan tumultuosa como trágica, de las tropas soviéticas después de 14 años de sangrienta ocupación. Estos fanáticos llegaron desde Pakistán donde fueron entrenados por generaciones en “madrazas” (escuelas islámicas) financiadas por las autocracias y monarquía árabes con el guiño occidental.
En plena Guerra Fría, ese estímulo al fanatismo religioso, que promovió de modo elocuente el gobierno de Ike Eisenhower entre otros líderes norteamericanos, configuraba un parapeto contra el panarabismo pro soviético que había crecido en la región tras el proceso de descolonización.
Las hordas fundamentalistas fulminaron los restos del despotismo ilustrado que habían construido los rusos, dejando solo un despotismo llano y bestial. Las mujeres ya no podrían educarse, deberían permanecer aisladas en sus domicilios para cocinar y tener hijos. Se prohibiría el teatro, el cine, la radio y la televisión. También la música (“la flauta de Satanás”) y el deporte, es decir todo lo que alejara a la gente del islam y la mezquita.
Fumar o beber alcohol se pagaría con la cárcel. Los ladrones verían amputadas sus manos, las adulteras apedreadas, los homosexuales arrojados al vacío. Una visión jurásica que compartía el saudita Bin Laden, oveja negra de una familia multimillonaria petrolera y de ingeniería civil profundamente vinculada a los grandes patrones de ese negocio en EE.UU., especialmente en Texas.
Osama, como se sabe, finalmente murió acribillado en 2011 a manos de un comando de marines norteamericanos cuando el terrorista estaba bajo custodia de la inteligencia pakistaní en una casa junto a una de las mayores bases militares de ese país. Su cadáver inexplicablemente fue arrojado al océano. Después de la invasión norteamericana de octubre de 2001 hubo destellos de que se podría reconstruir a Afganistán para sacar a sus habitantes de esa esclavitud.
Pero el país fue dejado en manos de virreyes centrados en sus propios intereses y, más allá de algunos momentos de aires democráticos, esa comarca se convirtió en un país fallido desbordado de corrupción que devoró gran parte de las decenas de miles de millones de dólares que dilapidó ahí EE.UU.
Hoy la salida militar de EE.UU. es el reflejo de un fracaso. Todo el proceso guarda reminiscencias del escape norteamericano de Vietnam con las imágenes dolorosas del helicóptero sobre la embajada norteamericana en Saigón y la gente desesperada por abordarlo.
La derrota, que es siempre huérfana, también suele ser improvisada y caótica. El 2 de julio último las tropas de EE.UU. abandonaron la legendaria y poderosa base aérea de Bagram creada por los soviéticos en la década de los ’50. Esa salida, en plena madrugada, la hicieron sin notificar a las fuerzas afganas. La consecuencia fue que una nutrida escuadra de saqueadores cayó sobre las instalaciones hasta que la policía local pudo frenar el desastre.
La ausencia de coordinación que los norteamericanos niegan, se replica en el escenario ominoso que se cierne hoy sobre el país. Se calcula que es inminente --nada de años como pronosticaba y esperaba la inteligencia de EE.UU.-- que los talibán tomen Kabul.
La Blitzkrieg insurgente se desarrolla prácticamente sin encontrar resistencia, tomando una ciudad tras otra con la consecuencia de cientos de miles de desplazados. Una velocidad de los sucesos sin precedentes en las últimas dos décadas.
Lo que resta de la autoridad afgana se encuentra acorralada. “La decisión de EE.UU. de retirar sus tropas se tomó abruptamente”, protestó el presidente afgano Ashraf Ghani que calificó como de “total inmadurez” el plan de paz que Washington puso en marcha en febrero del año pasado, durante el gobierno de Donad Trump y con el que se alineó la nueva adminsitración de Joe Biden.
La conclusión es que, desde abril, con la OTAN y EE.UU. en retirada, los talibán ya tienen en su poder no solo gran parte del territorio sino los pasos fronterizos en los límites con Pakistán, Tayikistán e Irán.
En todos esos sitios instauran las reglas medievales que imponían hace dos décadas. No habrá gobierno compartido ni condiciones respetadas tras la retirada como se pretendió con esos pactos. Los insurgentes van por todo y era previsible.
El intenso lavado de manos de Occidente frente a este drama tiene un contrapeso que sucede de modo casi inadvertido. El último miércoles de julio, el canciller chino, Wang Yi, se reunió con grandes sonrisas en la ciudad de Tianjin, en el norte de la República Popular, con el influyente mullah Abdul Ghani Baradar, que dirige el comité político del grupo insurgente.
Beijing, al revés que la desaparecida URSS o EE.UU., no combatirá a los talibán. Más bien celebra que el país pase a manos de estos insurgentes porque este desenlace le abre una extraordinaria oportunidad estratégica en la región. El Imperio del Centro quiere sumar a Afganistán al Corredor Económico China Pakistán (CPEC) que integra la nueva Ruta de la Seda, aprovechando el vacío de lo que definen como la derrota de EE.UU. en esta guerra. Beijing ha invertido ya 60 mil millones de dólares en obras de infraestructura en Pakistán, un país históricamente aliado del gigante asiático. Entre esos emprendimientos se cuenta la autopista Karakoram que es clave para el transporte de mercancías desde y hacia el puerto paquistaní de Gwadar, en el sur del país.
Con ese emprendimiento China, que ya cuenta con un vigoroso acuerdo con Irán, ha buscado ampliar su influencia regional y disminuir la dependencia de sus flujos de comercio internacional por el Océano Indico u otras vías donde la conflictividad con Occidente y el dominio norteamericano han escalado. Agregar a Afganistán a esa cadena es por parte de Beijing una acrobacia geopolítica que era impensable hace 20 años. En especial para EE.UU.
(*) Director del Observatorio de Política Internacional de la Universidad de Palermo. Docente de la carrera de Periodismo, Periodismo Internacional, Historia de Conflictos. Editor Jefe y columnista principal de Política Internacional del diario Clarín. Autor de El fin de la era de Bush. Capital Intelectual. Una Primavera en el Desierto, Sudamericana, Diario de Viaje, Universidad de Palermo.