Estados Unidos y China, la guerra y la paz
Por Marcelo Cantelmi. (*)
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la UP
Estados Unidos y China experimentan un problema semejante, cada uno necesita que el otro crezca pero no demasiado. Su propio desarrollo depende del rival y ese lazo por ahora irrompible define la relación por encima de las diferencias entre los dos gigantes de esta época. Debido a ese dilema es que no habría que confundir a la República Popular con la disuelta Unión Soviética, ni trazar un paralelo fantasioso entre las épocas de la Guerra Fría y el conflicto este-oeste con el actual escenario. Las tensiones de esta etapa, que han alimentado visiones alarmantes con los choques en público, aunque no tanto en privado, en la cumbre diplomática reciente en Alaska, forman parte del reformateo necesario de esa vinculación tras el fracaso de la estrategia del pasado gobierno de Donald Trump.
Estados Unidos grita hoy con la intención de ser escuchado, atento a la certeza de que su capacidad de liderazgo fue claramente erosionada durante la gestión del magnate. Un fallido que le liberó el camino a China para un nuevo salto adelante a distintos niveles en el mundo, pero fuertemente en su espacio de influencia. En ese recorrido ignora los límites que demanda su adversario norteamericano, pero también los que se vinculan con el realismo básico de la coexistencia. Beijing necesita al mercado estadounidense y al europeo para garantizar su ciclo de crecimiento, pero actúa como si la historia estuviera de su lado y nada pudiera oponerse a su proyecto.
Esa sensación la tradujo la última semana de marzo en el Senado de EE.UU., el almirante norteamericano John Aquilino al sostener que "hemos visto acciones agresivas antes de lo previsto, ya sea en la frontera con la India, en Hong Kong o contra los uigures. Hemos visto cosas que no creo que esperábamos, por eso sigo hablando de un sentido de urgencia. Debemos estar preparados hoy".
Aquilino es un halcón militar y se encamina a ocupar el comando Indo-Pacífico. Su comentario apuntó a la situación de Taiwan que observa como en un peligro más inminente del que se supone atento a la dinámica de la expansión del gigante asiático. China, abrazada al realismo clásico que sostiene que los intereses se definen en términos de poder, considera a Taiwan parte de su territorio y es uno de los ejes de su reclamo contra EE.UU. para que no se inmiscuya en sus cuestiones internas. Pero existe un factor subyacente en ese conflicto. Para Beijing, su rival está en decadencia y la experiencia de Trump constataría esa certeza.
WuXinbo, decano del Instituto de Estudios Internacionales de la prestigiosa Universidad de Fudan, en Shanghái, ha sostenido que las “políticas imprudentes” del republicano “aceleraron e intensificaron el declive estadounidense y debilitado enormemente el estatus internacional y la influencia de EE.UU.” En eso cree firmemente Xi Jinping, el presidente y virtual monarca de esta China capitalista, quien desde 2011, un año antes de su ascenso al poder, repite la letanía de que “mientras el este crece, el oeste se va declinando”.
Si en algo sirve traer el ejemplo de la URSS, al igual que el Kremlin en aquellas épocas, la aversión del Partido Comunista chino a EE.UU. es profunda. "Debido a que China y Estados Unidos tienen conflictos de larga data sobre sus diferentes ideologías, sistemas sociales y políticas exteriores resultará imposible mejorar las relaciones entre ambos", argumentaba un documento militar chino ya en 1993.
El griterío contra la República Popular de parte de la diplomacia de JoeBiden, busca revertir esa percepción, también con la calculada y coincidente ofensiva contra Rusia, el aliado íntimo del Imperio del Centro. Es una toma de posición que impone la etapa, pero lejana en sus consecuencia del desenlace trágico de una supuesta guerra en ciernes que remarcan algunos analistas.
Hay autores ya no tan citados que pueden ayudar a entender el momento. En su celebrado Las guerras del siglo XXI (Head tu Head) el economista del MIT y de Harvard, Lester Thurow, sostenía treinta años atrás que los nuevos conflictos serían sin muertos y por espacios comerciales. La historia no fue muy amable con esa profecía, porque el mundo futuro que veía Thurow no incluía a China, pero sí a Japón y Europa. Aparte de que las balas no se detuvieron. Pero la historia demuestra hoy que muchas de las ideas de aquel intelectual venían por el camino correcto.
Estados Unidos es consciente de que la imposición de sanciones es una estrategia limitada. Durante la guerra comercial de aranceles entablada por Trump, China no se retrajo sino que amplificó su influencia e incluso mantuvo su superávit comercial con EE.UU. De todos modos el gobierno de Biden mantendrá las penalidades porque retirarlas o moderarlas sería una señal de debilidad, y en esta etapa el líder demócrata está dispuesto a hacer todo el ruido posible sobre “el regreso” norteamericano. En ese punto tiene un apoyo parcial de la Unión Europea que también ha disparado sanciones aunque si los cuestiona no revierte sus intensos vínculos a todo nivel con Beijing. Como señaló el asesor de seguridad nacional de EE.U., Jake Sullivan, quien estuvo junto al canciller AntonyBlinken en el encuentro de Alaska, “en el mundo actual, el poder se mide y se ejerce cada vez más en términos económicos”. Eso es también una visión realista.
Biden sostiene que para limitar a China EE.UU. debe multiplicar su nivel de competencia, con mayores inversiones en los rubros tecnológicos en los cuales el Imperio del Centro lidera o amenaza con hacerlo, incluido el espacio. Es un camino largo y desentrañarlo revela porqué el Imperio del Centro es también necesario para el líder occidental. Un estudio publicado en marzo último por la Unión de Bancos Suizos y difundido por el medio suizo Le Temps, da una idea sobre el sentido real de esa carrera. Son apenas ejemplos, pero ilustrativos. Los Estados Unidos cuentan con 293 mil robots industriales, 113 supercomputadores y dedica 5% de su PBI a Investigación y desarrollo (cifras de 2013 – 2018). Los números chinos, para esos mismos conceptos son: 783 mil robots, 214 supercomputadores y 10,6% del PBI invertido en Investigación.
Estados Unidos, adicionalmente, debe recuperar el atractivo norteamericano como un sitio seguro y robusto para la inversión internacional. Un dato es relevante sobre esa preocupación. La inversión extranjera directa en EE.UU. se desplomó 49% a 134.000 millones de dólares en 2020, según un informe publicado por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo. Por el contrario, en China creció 4% hasta los 163.000 millones de dólares ese año, la primera vez que se revierte esa tendencia a favor del gigante asiático. China es ahora el mayor receptor mundial de inversiones de empresas extranjeras en un amplio y complicado panorama global donde, por ejemplo, la inversión, en el mismo período, cayó 100% en el Reino Unido, 96% en Rusia o 61% en Alemania.
Por lo tanto, no es claro, ni quizá sea posible que se pueda detener el empuje de la República Popular para evitar que se convierta en un puñado de años en la mayor potencia económica del orbe como Trump pretendía impedirlo. Comprender eso es crucial para la estrategia futura como también el hecho fáctico de la relevante contribución de la República Popular en orden de 30% a la expansión de la economía global tras el desastre del coronavirus.
Para las corporaciones estas cuestiones están resueltas. Un reciente sondeo a tono con el informe de las Naciones Unidas, realizado por el Standard Chartered Bank con sede en Londres y la revista financiera FundsEurope, determinó que “más de 90% de los encuestados remarcó que la importancia de la República Popular continuará creciendo en sus estrategias de inversión y 61% indicó que aumentará sus colocaciones en activos chinos en los próximos 12 meses. Eso se basa en que el Imperio del Centro cuenta, además, con una clase media consumidora sin comparación en el resto del mundo de casi 500 millones de integrantes, tamaño que se duplicará en unos pocos años. La elocuencia de ese mercado estrecha en gran medida los otros debates y vuelve al gigante asiático imprescindible para Occidente. Como señaló recientemente en tono crítico TheEconomist, radica ahí la razón por la cual las grandes corporaciones globales “pasan por alto” las denuncias de abusos, autoritarismo o violaciones que llenan el discurso político occidental contra el régimen.
Pero la expansión de su economía e influencia política no ha traído solo buenas noticias a la nueva China. Un efecto de esa evolución ha sido la de desperdiciar su poder blando de seducción y exhibir, en cambio, una visión diplomática en exceso agresiva y autosuficiente. Esas tensiones y estilos están poniendo en riesgo o por lo menos demorando, el ambicioso acuerdo de inversiones que Beijing concordó con la Unión Europea para abrir recíprocamente sus mercados. Son fallas a las que apuesta EE.UU. La visión imperialista china, al igual que la de su rival norteamericano, se afinca en alineamientos que no son ya posibles. Como el propio Xi Jinping sostuvo en el foro de Davos, en enero de 2021, “las diferencias en sí mismas no son motivo de alarma. Lo que sí causa alarma es la arrogancia, el prejuicio y el odio”. Es un mensaje que también debería atender el Imperio del Centro.
(*) Director del Observatorio de Política Internacional de la Universidad de Palermo. Docente de la carrera de Periodismo. Jefe de Política Internacional del diario Clarín. Autor de los ensayos: El fin de la era Bush, Una primavera en el desierto y Diario de Viaje.