Joe Biden, ¿tenemos un nuevo Roosevelt?

Joe Biden, ¿tenemos un nuevo Roosevelt?

Por Marcelo Cantelmi. (*)
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la UP

Franklin Delano Roosevelt, el presidente posiblemente más respetado de la era moderna en Estados Unidos por haber rescatado a su país de la Gran Depresión y liderarlo con éxito en la Segunda Guerra Mundial, sostenía en plena ruina de la crisis del 29 que lo que evidencia el progreso “no es si añadimos más abundancia a aquellos que tienen mucho, es si proporcionamos suficiente a quienes tienen poco”. No era un socialista. Era un pragmático.

Joe Biden se abrazó a ese principio para derrotar a Donald Trump y lo reafirmó en un notable discurso en el Capitolio, a fines de abril, cuando cumplió sus primeros cien días al frente de la Casa Blanca. 

No es sencillo exhibir resultados en un periodo tan breve. Pero el líder demócrata tiene suficientes para ofrecer y con mayor destaque frente a las imprudencias de su antecesor. Entre ellos, la mejora significativa en la batalla contra el coronavirus con más de 200 millones de personas vacunadas y la perspectiva de crecimiento de la economía hasta un 6,4% absorbiendo todo lo perdido por la enfermedad. 

El mandatario reivindicó esas victorias y enfocó su mensaje a la golpeada clase media y a los llamados blue collar, los obreros, los que están más abajo en la escala, elevándolos como el eje para restaurar el potencial norteamericano. Para hacerlo, Biden plantea una inversión pública descomunal equivalente a un tercio del PBI norteamericano, fondeada solo parcialmente en una recuperación de la masa impositiva que redujo Trump.

Ese esfuerzo estará destinado en uno de sus vértices a las familias de recursos limitados con hijos en edad escolar. Las consignas fueron básicas y desafiantes: “este país lo construyó la clase media y los sindicatos no Wall Street”; “nadie que trabaje 40 horas por semana debería ser pobre”; “la salud debe ser un derecho, no un privilegio” o “la economía de derrame no está funcionando”.

El discurso de los cien días demuestra que la fractura social por la crisis está aún expuesta y se alimenta de la pobreza y la ausencia de futuro, distorsiones que, a su vez, marchan detrás del racismo y la violencia callejera. Biden propuso un programa que enfrente las inequidades y esas consecuencias y, dato importante, no lo hizo con la pretensión de que su proyecto sea bipartidario. Como señaló The New York Times, “Biden adopta una filosofía diferente (a la de sus predecesores demócratas), argumentando que los tiempos difíciles han hecho que las ideas liberales sean populares entre los independientes y algunos votantes republicanos, incluso si los líderes de ese partido continúan resistiéndose a ello”.

La receta incluye asistencia educativa y sanitaria, apoyo a los inmigrantes, las minorías y la promesa de un aluvión de empleos de calidad de la mano de la mutación a una economía medioambiental sustentable. Empleos que no requerirán de títulos universitarios o preuniversitarios. Sus propuestas de modernizar rutas, puentes y autopistas y reemplazar el sistema de plomería del país o el eléctrico, recordaron aquel mito del New Deal sobre la noción de cavar un pozo para llenarlo con el hoyo de al lado con tal de generar empleo y crecimiento tras la debacle del 29.

Hasta ahí valen las comparaciones. Las diferencias con aquel periodo también son importantes. Roosevelt consolidó el liderazgo de EEUU. con su reacción expansiva a la quiebra del sistema financiero, pero especialmente con la Segunda Guerra Mundial, una descomunal maquinaria de gasto público según la definición del Nobel Paul Krugman.

Hoy Estados Unidos confronta un momento opaco, con grandes limitaciones para movilizar de ese modo al Estado, y con la noción de un “pos americanismo” que, alrededor del mundo, refleja el agotamiento de su liderazgo y los costos de la competencia que establecen otras potencias como China que le disputan la primacía en todos los niveles. Algo que nunca antes había ocurrido.

En ese punto el discurso exhibió debilidades. Biden remarcó, naturalmente, la necesidad de ganar el Siglo 21 frente a sus rivales. Pero la estrategia la centró en la noción de un modelo de “compre norteamericano”, lema que ya había planteado durante su campaña y que irritaba a Trump que lo denunciaba como un puro escamoteo de sus propuestas nacionalistas. El presidente demócrata en su discurso remachó la idea con un ejemplo por lo menos controvertido. Sostuvo que “no existe una simple razón de porqué las aspas de las usinas de viento no puedan ser producidas en Pittsburg en lugar de hacerlo en Beijing. No hay razones”.

Pero sí las hay.

El problema con China es complejo. El crecimiento de la República Popular se asoció con la relocalización de empresas, entre ellas una manada de firmas norteamericanas que aprovecharon las ventajas que les brindaba la potencia asiática: una enorme masa laboral calificada; sueldos bajos en comparación con Occidente; perspectivas de poco cambio de las políticas por la verticalidad implícita del régimen y ausencia tanto de conflictos sindicales como de una justicia independiente o un Parlamento con disputas opositoras.

Por eso las aspas de las usinas eólicas acabaron construyéndose en China o los teléfonos inteligentes de Apple o los autos eléctricos de Tesla.

Los críticos de la ya extensa era de la globalización sostienen, de la mano de los descubrimientos que ha proporcionado el actual drama del covid con las farmacéuticas, que no es aceptable que las grandes estructuras productivas estén concentradas en Asia. Es cierto, y ese tejido seguramente sufrirá modificaciones también porque el crecimiento chino y su mutación a una economía de consumo y servicios provocaron un alza del ingreso per cápita que, para algunas empresas, ya no hace tan tentadores los sueldos u otros beneficios en aquel lejano otro lado del mundo.

Pero es un proceso limitado porque las cadenas de producción son ya transnacionales, dependen de precio y cantidad y difícilmente se regrese a una estructura eminentemente nacional como esperaba Trump. Biden lo sabe. ¿Le habla entonces solo a los votantes del magnate?

La República Popular se fortaleció por encima de las previsiones más conservadoras y produjo un desafío mucho más sofisticado para Occidente. El resultado es que la interdependencia con China es muy difícil de ser desacoplada y es improbable que el planteo de Biden sobre el compre nacional exceda la mera proclama. La escala real sucede en la tecnología y la innovación. Ahí vale su queja de la baja inversión de EE.UU. en ese rubro crucial.

La parte realmente fundacional del programa, es decir el impulso a un crecimiento interno parejo que sí permita a Norteamérica volver a la cabecera de la mesa, deberá lidiar con la oposición republicana por el alto gasto público que implica. Es un reproche que esa agrupación conservadora jamás planteó a los desquicios nacionalistas de Trump. Solo como ejemplo, el magnate incrementó el gasto público en casi un punto del PBI en sus primeros 24 meses de gobierno al tiempo que redujo los impuestos. El resultado fue un rojo superior al billón de dólares. Así el ratio de la deuda norteamericana sobre PBI ronde el 109% y en crecimiento.

Los republicanos que se callaron antes por oportunismo abren la boca ahora para calificar torpemente a Biden de “izquierdista” por sus propuestas. En realidad, lo que el flamante presidente norteamericano está haciendo difiere poco de lo que han hecho otras grandes economías capitalistas como la Unión Europea que liberó montañas de ayuda fiscal para rescatar a los países más afectados por la pandemia. El gasto público ha dejado de ser pecaminoso. Como lo ha sido siempre frente a cataclismos.

El discurso de los cien días del presidente ha sido, por muchos de estos motivos, un anticipo de la campaña para las legislativas del año próximo que son la llave para extirpar la percepción de que EE.UU. puede estar viviendo un cambio pasajero. Biden se atribuye así los logros contra la pandemia, el crecimiento de la economía “a un ritmo sin precedentes en 40 años” y la baja del desempleo. Argumentos para las urnas.

Son banderas para intentar evitar una derrota como la que sufrió Barack Obama en sus primeras legislativas, también entonces con un Partido Republicano encendido contra el gasto fiscal dispuesto para contener el extraordinario desastre de la crisis de 2008 que dejó George W. Bush.

Esas similitudes son elocuentes. Anticipan otra resistencia, esta vez de las corporaciones que rechazarán el alza de impuestos (el regreso a la una tasa de 39,6% que les había recortado la anterior Administración), o el cambio en el orden de las cosas que facilitó que medio centenar de grandes empresas ganaran el último año 40 mil millones de dólares esquivando el pago de sus obligaciones. Como hizo el propio Trump violando con una sonrisa al Estado.

Si Biden no logra imponerse en ese arenero, el espectro de Roosevelt, ahora corporizado, sencillamente se habrá esfumado.   

(*) Editor de Política Internacional del diario Clarín.
Director del Observatorio de Política Internacional de la Universidad de Palermo.
Docente de la carrera de Periodismo, materia Periodismo Internacional-Historia de Conflictos en la F. de Sociales de la Universidad de Palermo.