La crisis económica global replantea la necesidad de una tregua entre EE.UU. y China

La crisis económica global replantea la necesidad de una tregua entre EE.UU. y China

Marcelo Cantelmi (*)
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la UP.

Son dos las guerras de carácter global que se libran actualmente en el mundo, y una de ellas debería saldarse de modo urgente con una tregua. No es el caso de la ofensiva rusa sobre Ucrania que, por el carácter de restauración zarista que el Kremlin le ha dado a ese conflicto, es difícil que se resuelva en una mesa de negociaciones.

Pero el litigio que sí debería avanzar a un acuerdo, especialmente atento al contexto de desastre económico generalizado que desborda al mundo, es el antiguo choque comercial y proteccionista que Estados Unidos arrastra con China desde la administración de Donald Trump.

Esa noción se sustenta en que las dos mayores potencias económicas del planeta tienen la capacidad de generar una dinámica que alivie la crisis que últimamente crece como un tsunami financiero y político.

El escenario golpea de modo indiscriminado. Según el Banco Mundial el crecimiento global se derrumbará de 5,5% en 2021 a escasos 2,9% en 2022. Esos números son letales también para la República Popular que registró un 0,4% de expansión en el segundo trimestre contra casi 5% en el primero. EE.UU. que se contrajo 1,6% en el primer trimestre lograría sólo un 2,6% este año, más de tres puntos por debajo del 5,7% de 2021.

“La guerra en Ucrania, los bloqueos en China, las interrupciones en la cadena de suministro y el riesgo de estanflación están afectando el crecimiento. Para muchos países, será difícil evitar la recesión”, advierte el presidente del Banco Mundial, David Malpass.

Horas atrás el Fondo Monetario Internacional revisó a la baja su perspectiva de crecimiento debido a la multiplicación de factores complejos como la inflación, la contracción de EE.UU. y China justamente y la guerra en Ucrania. En la actualización de sus Perspectivas de la Economía Mundial (WEO, por sus siglas en inglés) bajó la estimación de aumento del PIB global para 2022 al 3,2%, es decir 0,4 puntos porcentuales menos que en los pronósticos de abril, y considera cada vez más probable que se entre en recesión. Para 2023 la expansión se reduce a 2,9% en un escenario de elevada inestabilidad en el que no se descarta que estas estimaciones vuelvan a empeorar.

El Fondo reduce así en cuatro y siete décimas la previsión que publicó en la primavera boreal, y revisa a la baja la evolución de los principales motores de la economía mundial -Estados Unidos, China y la zona Euro- y de prácticamente todas las grandes economías del planeta.

Ese es el trasfondo que exige alguna respuesta. No es la primera vez que se plantea la opción de una salida acordada al conflicto entre Beijing y Washington para mejorar las variables mundiales. Sucedió ya bien antes de la pandemia. Ese giro puede parece ahora más improbable debido a que la potencia asiática es el adversario principal presente y futuro para la hegemonía norteamericana, muy por encima del desafío ruso. La historia, sin embargo, está mostrando una dinámica que disuelve muchas de las antiguas certezas. La pandemia primero, pero particularmente la guerra en Europa, generan una conmoción mundial que patea los mapas políticos, con el crecimiento en Francia de la ultraderecha de Marinne Le Pen, la caída del británico Boris Johnson y la renuncia definitiva de Mario Draghi en Italia.

Son todos episodios con impronta doméstica, pero dentro de un similar cuadro general, lo que explica que esos desenlaces constituyan grandes noticias para el autócrata ruso Vladimir Putin. El Kremlin apuesta a una tensión social creciente que obligue a los gobiernos a retraerse y dejar a Rusia liberada de seguir avanzando sobre lo que considera su patio trasero. Uno de los blancos principales de Moscú en ese sentido son las elecciones legislativas norteamericanas de noviembre con la probable derrota de Joe Biden en las elecciones legislativas.

No es claro entre los analistas qué efectos inmediatos produciría una tregua con China que disuelva la fronda de sanciones que la Casa Blanca impuso a la potencia asiática. La secretaria del Tesoro norteamericano, Janet Yelen, la ministra de Economía de Biden, dueña de una perspectiva más amplia desde las épocas que conducía la FED, reconoció en mayo pasado que los aranceles “no fueron diseñados realmente para servir a nuestros intereses estratégicos”. Una reflexión contundente para sostener el debate de removerlos.

Esa alternativa sobrevuela efectivamente la Casa Blanca. Así lo exponía el South China Morning Post, el diario independiente de Hong Kong, en junio pasado: “Hay destellos de esperanza de un fin de la guerra comercial entre EE.UU. y China. Los funcionarios en Washington y Beijing parecen estar hablando nuevamente y podría ser un precursor de una muy necesaria relajación de las tensiones entre los dos países". Defendía que "una resolución podría allanar el camino para mejores relaciones y flujos comerciales bilaterales más fuertes. Con la confianza económica global a la defensiva, es el momento en que las potencias más grandes del mundo sanen sus diferencias y pongan las necesidades de la economía global en primer lugar”.

Pero, señala la agencia Bloomberg, esa posición de Yelen y sectores del gobierno es discutida por, entre otros, la representante de Comercio, Katherine Tai. Esta funcionaria defiende los gravámenes como una palanca de presión contra China al tiempo que pone en duda que sirvan para reducir la inflación. Ese último punto ciertamente no es claro. Para economistas como Larry Hug, responsable del área China en la consultora australiana Macquarie Group, el impacto en la inflación estadounidense “seria limitado”. Pero en lo que no hay mayores dudas es que la disolución de ese conflicto alejaría el riesgo inminente de recesión o estanflación y crisis social que atenaza a un puñado importante de países.

El escenario global es semejante, aunque más grave, al que reinaba antes de la llegada de la pandemia de coronavirus. El mundo se retorcía también en esas épocas. En 2019 un largo ciclo de la economía estaba culminando. Ese año el FMI y BM elaboraron ominosos informes que alertaban sobre una desaceleración del ritmo del crecimiento que, según la OMC, se constataba en que los intercambios comerciales estaban cayendo a un ritmo peor que en 2016.

Christine Lagarde, entonces directora gerente del Fondo y hoy titular del Banco Central Europea (donde acaba de aumentar en 50 puntos básicos la tasa de interés por primera vez en 11 años) advertía también en 2019 que “el crecimiento sería el más bajo que hemos visto en los últimos tiempos".

Todas esas siglas de organismos internacionales señalaban dos factores centrales como un palo en la rueda de la maquinaria de acumulación: el Brexit, el divorcio británico de la Unión Europea y el más complejo y desestabilizante: la guerra comercial norteamericana contra China.

La noción homogénea en esos estudios era que ese segundo conflicto, mucho más que el primero, debía ser neutralizado para liberar las fuerzas de la economía.

Trump atacó a China desde el primer minuto de su gobierno con el argumento de que el superávit comercial netamente a favor de la potencia asiática era ruinoso para Estados Unidos. En 2016 el rojo norteamericano con Beijing era de 347 mil millones de dólares. Pero un año después, cuando comenzaron las sanciones, había subido a 375 mil millones.

Desde entones, al margen de la andanada de penalidades, esa brecha no dejó de amplificase a favor de la potencia asiática, incluso con ejemplos rotundos el año pasado. Las exportaciones chinas totales a los EE.UU. son desde hace tiempo más de 3 veces mayores que las ventas norteamericanas a la República Popular y cinco veces si se mira el rubro de bienes terminados.

La contradicción se explica en que el eje de la disputa no era el desequilibrio en el intercambio, sino el vigoroso avance tecnológico chino. Según los propios bancos norteamericanos y la comunidad científica, la República Popular se encamina a constituirse en la mayor economía planetaria, pero especialmente a liderar en robótica, inteligencia artificial y tecnología de las telecomunicaciones.

La intención de EE.UU. ha sido detener ese reloj de la historia.

Si bien las sanciones con el pretexto comercial no dañaron particularmente a China, produjeron contratiempos en escalada en EE.UU. Causaron la caída del empleo y el incremento de los costos domésticos debido a que los aranceles recargaron los precios internos.

Asimismo dispararon un aluvión de juicios contra la Casa Blanca de las corporaciones que cotizan en Wall Street que reclamaban que se acabe el proteccionismo al acero, al aluminio y se despeje su enorme mercado asiático. Un golpe significativo de esa estrategia lo sufrió el campo norteamericano que tenía en China a uno de sus grandes clientes cerealeros.

En gran medida el enorme apoyo de esas corporaciones y bancos de Wall Street a la campaña de Biden, del que resentía Trump, se sostenía en la urgencia de un cambio de piloto que resuelva esa crisis. Como planteaban las jerarquías europeas, se debía conciliar la coexistencia de las dos mayores estructuras capitalistas del presente, la autoritaria china y la democrática norteamericano.

Biden no siguió ese camino. Tripulante por décadas de la Guerra Fría, el veterano demócrata no suspendió sino que profundizó las medidas de Trump en un peligroso minué Este-Oeste que se alimentó de una actitud china cada vez más desafiante y subestimatoria del lugar histórico norteamericano.

El nuevo concepto estratégico resuelto en la reciente cumbre de la OTAN en Madrid agudizó esa mirada fallida, amontonando en un mismo rincón a Beijing y Moscú. Un pecado geopolítico. Ese encuentro concluyó que si bien “Rusia es la amenaza más significativa y directa para la seguridad de los aliados”, la República Popular “plantea desafíos sistémicos a la seguridad euroatlántica”.

Junto a la retórica sobre las intenciones chinas de “aumentar su presencia global y proyectar su poder”, el documento final se revela como un monumento al proteccionismo. “China busca controlar sectores tecnológicos e industriales clave… y a partir de esto pone en jaque la primacía hegemónica de la OTAN” afirma y concluye que “la primacía tecnología influye cada vez más en el éxito en el campo de batalla”.

Son argumentos que también podría esgrimir China, pero que acaban como justificaciones para correr del mercado entre otras empresas a Huawei que lideró el desarrollo de la tecnología 5G.

La duda es si es posible sostener esa visión en las actuales circunstancias. ”El proteccionismo no protege”, había dicho, ingenioso, hace seis años el entonces titular de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker. Faltó que lo escucharan.

Fin

(*) Marcelo Cantelmi es docente de la carrera de Periodismo en la Facultad de Ciencias Sociales de la UP. Donde dirige el Observatorio de Política Internacional.
Es jefe de Política Internacional en el diario Clarín.
Publicó tres libros, El fin de la era Bush (Capital Intelectual); Una primavera en el desierto (Sudamericana) y Diario de Viaje (UP).