Putin, Kim y Erdogan, juegos en un arenero desbordado

Putin, Kim y Erdogan, juegos en un arenero desbordado

Por Marcelo Cantelmi (*)
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la Universidad de Palermo.

El sociólogo italiano Carlo Bordoni observa que la humanidad vive en un estado constante de crisis. Entre otros factores, esa disfunción remarca la desaparición del equilibrio entre Estados que imperó con dificultades, pero durante siglos desde la llamada Paz de Westfalia de 1648.

Fue el parto de un modelo que estandarizó las reglas de estabilidad universal con el reconocimiento de la soberanía en las fronteras. La historia ha probado con frecuencia que del otro lado de esas líneas de contención solo rige la razón del más fuerte.

El ejemplo hoy es el drama bélico que experimenta Ucrania. Ese enfrentamiento sin precedentes en Europa desde la Segunda Guerra, emerge de la decadencia de Rusia, el país agresor. Es la expresión del esfuerzo del Kremlin y su inquilino vitalicio, Vladimir Putin, para intentar recuperar estatura estratégica, la de la restauración zarista o la de los rescoldos de la URSS. Pero la dimensión más grave de este exceso es la fragilidad formidable que exterioriza de la etapa actual.

No es solo la guerra de agresión en Ucrania y sus significados lo que desbarata la noción de estabilidad. Hay un racimo de otros conflictos que tanto entran en esa lógica de desequilibrios que señala Bordoni como constituyen efectos encadenados de la distorsión inicial, cada uno potenciando al otro. Una consecuencia es la debilidad regional de Rusia a raíz de su exigente compromiso guerrero. Ese problema le ha esmerilado el control sobre un amplio patio trasero sumando vacíos que comienzan a ser ocupados por otros jugadores con modos que no hubieran sido posible hace apenas dos años.

África Central experimenta parte de esas alteraciones con el colapso del grupo mercenario Wagner que era la extensión del Kremlin en esas comarcas. No son claros aún sus efectos, salvo por ahora en la caída de un racimo de países del Sahel, parte de un programa previo para romper la influencia occidental en esas regiones, particularmente de Francia. No es claro si ese diseño fue antes del inicio de la guerra o después, en la suposición que el conflicto sería breve y triunfal.

No lo sabremos por ahora. Pero, con todo, es en el Cáucaso Sur donde Putin está siendo principalmente desafiado y sucede con una notable simultaneidad en diferentes niveles, todos preocupantes para el líder del Kremlin.

Uno de ellos lo protagoniza Turquía, un miembro clave de la OTAN que ha jugado un papel de mediador aprovechando la cercanía y confianza mutua del presidente Recep Tayyip Erdogan con el líder ruso. Pero las cosas han cambiado y los intereses acabaron por superar a las lealtades si tal cosa ha existido en algún momento entre estos hombres.

El líder turco ha decidido barajar de nuevo. No solo se ha alejado de Moscú sino que ha elogiado al presidente ucraniano Volodimir Zelenski a quien recibió en Estambul planteando que no debería existir la menor demora en afiliar a Kiev a la OTAN.

Un comportamiento que puede atribuirse a la astucia de este político veterano para intuir la trampa en que ha trocado la guerra para Rusia. Puede influir también en estas mutaciones la crisis económica que acosa a Turquía y que estuvo a punto de fulminar la reciente reelección del mandatario. “Mantener buenas relaciones y lazos económicos con Occidente ayudaría al líder turco a capear la crisis ”, comentaba The New York Times en julio pasado.

Erdogan posiblemente mira más allá de la coyuntura cuando dibuja en su propio arenero los vacíos que deja Rusia. La reunión de Putin el 13 de setiembre último con el líder norcoreano Kim Jong-un, casi una cumbre del ostracismo, confirmaría ese proceso de desgajamiento. La búsqueda de esa alianza por parte de Moscú dice mucho del tamaño del daño y del desgaste sufrido. Revela, además, cierta desconfianza o sutil reproche del autócrata ruso contra China, que difícilmente haya aceptado con sonrisas ese encuentro.

Es legendario el desprecio que rige la relación entre Corea del Norte y la República Popular y Moscú lo sabe. Muy aparte de sus mutuas necesidades, la dinastía Kim se ha ocupado a lo largo de su extenso ciclo vital de exterminar a los dirigentes prochinos de ese pequeño reino pseudo comunista.

Ha forzado las cuerdas de esa sociedad evitando incluso informar con anticipación a Beijing sobre sus ensayos nucleares y misilísticos. China, en un capítulo sorprendente de este matrimonio por necesidad, llegó a sumarse a las sanciones contra Corea del Norte en el Consejo de Seguridad de la ONU por esos atrevimientos.

La visita a Rusia en vez de China del joven dictador, la primera salida tras la clausura de la enfermedad, expone nuevamente ese desdén.

Con ese trasfondo sobre las calamidades moscovitas, Erdogan utiliza la lanza de Azerbaiyán, un país petrolero que funciona bajo su manda, para ganar poder en los territorios del Cáucaso Sur que antes Putin dominaba con comodidad.

En esas regiones hubo hace poco una guerra breve que rediseñó los mapas. Los azeríes, con armamento y dirección turca, arrebataron la mitad del enclave de Nagorno Karabaj, un territorio ancestral armenio enclavado en Azerbaiyán. Viven ahí 120 mil civiles que están siendo sometidos a un sitio de barbarie que les impide recibir alimentos y medicinas.

Rusia, que es un aliado histórico de Armenia, intervino inicialmente en ese conflicto con fuerzas de contención y mantenimiento de la paz. Pero su efectividad se ha ido deshaciendo debido a la pérdida de poder como consecuencia de los desafíos más inmediatos que retuercen al oso ruso.

Ankara, por su parte, ha logrado que las denuncias de Armenia, que traduce ese acoso como un abierto genocidio, no fueran escuchadas por la Casa Blanca que prefirió evitar perturbar a su enorme aliado. Fuentes diplomáticas de Erevan le señalaron a este cronista que el canciller norteamericano Antony Blinken fue quien de modo más firme evitó en principio la denuncia de la barbarie que se comete con la población civil, obligada por hambre o sed a rendirse y entregar el resto del enclave.

La novedad es que debido a esa tragedia y el reproche a Rusia por el abandono, Armenia modificó sus parámetros quizá como nunca antes y comenzó a recostarse en Occidente. La importancia de este giro puede calibrarse con el anuncio de EE.UU. de llevar adelante maniobras militares con las fuerzas armadas armenias.

Las hubo antes pero el contexto es muy diferente. Se trata de una audacia que implica en su extremo el arrebato de la influencia moscovita en ese país que ha sido parte de un sistema de mutua defensa militar comandado por el Kremlin. Puede inferirse que esto ocurre con la venia turca, cuyas intenciones van mucho más allá del destino de Nagorno y sus pobladores.

El objetivo de máxima para Turquía es crear un corredor, que los azerbaiyanos llaman Zangezur, que conecte a ese país a través de Armenia con toda Asia Central amplificando la influencia política y comercial de Ankara. Para eso se necesita una redefinición de las fronteras.

Ese plan, que deja a un lado a Rusia en su patio trasero, tiene como requisito adicional la reanudación de las relaciones turcas con Armenia, cuestión que está en proceso, ahora con el beneplácito norteamericano. El gobierno del premier armenio, Nikol Pashinian, ha aceptado esa posibilidad amputando las condiciones históricas previas consistentes en el reconocimiento del genocidio de 1915 que Turquía niega.

Los desafíos de Ereván son empinados. “Buscamos no solo salvar a Nagorno sino salvar a Armenia que el régimen dinástico de Azerbaiyán afirma impunemente que es una parte de su país a recuperar”, dice en Buenos Aires una alta fuente diplomática armenia.

El proyecto turco requiere la toma total del enclave de Nagorno. De ahí el bloqueo señalado de la milicia azerí sobre el llamado Corredor de Lachin, que es la única vía para el trasiego de provisiones. Hasta diciembre pasado, cuando se inició esta maniobra, pasaban por ahí alrededor de 500 toneladas diarias de medicamentos y alimentos.

Estos movimientos alertan, a su vez, a Irán, otro habitante poderoso de esa barriada, que considera que el crecimiento de la influencia turca (y de su mano, la OTAN) en ese espacio pone en riesgo su seguridad.

A punto tal que Teherán ha hecho amenazantes maniobras militares sobre la frontera azerí. Asimismo, la potencia persa, a despecho de que su líder supremo es hijo de un azerbaiyano y que los dos países comparten el culto shiíta del islam, ha sido un socio histórico de la cristiana Armenia y no pretende ceder ese privilegio.

La preocupación de Teherán tiene sus bases. Tras la última guerra de Nagorno, las rutas que habitualmente usaba Irán hacia su aliado se extienden ahora en parte por el territorio que controla Azerbaiyán. Si la ofensiva avanza, y es lo que está sucediendo, el vínculo binacional quedará cancelado.

Pesa en todo esto, además, las conexiones del régimen azerí con Israel, al cual le ha comprado montañas de armamentos. Ahí puede encontrarse una de las razones, no la única, de la intensa sociedad iraní con Rusia en la guerra contra Ucrania.

A Teherán no le interesa la derrota de Putin en el conflicto precisamente por los vacíos políticos que la aventura en Ucrania abre peligrosamente en esos páramos, pero difícilmente los pueda atajar.

(*)Editor Jefe Política Internacional de Clarín
Docente titular carrera de Periodismo, Faculatad de Sociales, de la Universidad de Palermo
Director del Observatorio de Política Internacional, Universidad de Palermo