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Pablo Mendelevich / Director de la Carrera de Periodismo |
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Del periodismo de ayer al de hoy y mañana |
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Antes a muchos periodistas solía energizarlos cierta bohemia ambiental. Alternaban en el colectivo lecturas de Chesterton, Sartre y Camus acaso con Patoruzú, trasnochaban discutiendo entre humo de habanos y cigarrillos sobre marxismo o peronismo y en cualquier momento podían cuestionar, con un poema fresco de Borges en una mano y una petaca en la otra, el sentido de todo. Quizás dudaban de la mismísima existencia, pero en las redacciones de los diarios aquellos periodistas vivían rodeados de certezas.
Lo practicaran o no a toda hora, sabían que el buen periodismo requería de fuentes serias y de historias sólidas, que en una crónica nunca debía faltar la información básica (qué, quién, dónde, cuándo, cómo y por qué), que al escribir sólo se haría foco en “los hechos” -la ficción pertenecía a otro circuito- y que los datos jamás tenían que dejar de chequearse antes de ser impresos. Había que sortear la revisión exhaustiva del texto por parte de jefes cascarrabias, veteranos de la pluma a los que les generaba irritación biliar una coma mal puesta, una palabra mal usada, una mera redundancia. Su ira acudía sin demoras al primer traspié de un redactor. El concepto noticioso, por lo demás, tenía una identidad relativamente nítida, más cercana a los sucesos que a las explicaciones.
Eran redacciones ruidosas por la conversación y por algunos gritos o amonestaciones, pero sobre todo por el repiqueteo irregular de decenas de máquinas de escribir simultáneas, cuyo clímax informaba sobre la hora de cierre mejor que cualquier reloj. Pues bien: ¡eso fue ayer, nomás! Duró hasta hace 25 ó 30 años. En 1980 todavía existían algunas linotipos en funcionamiento.
Quiere decir que en el periodismo en muy poco tiempo se pasó de los mecanismos rígidos, mecánicos, más o menos insalubres y también algo glamorosos -plomo, alcohol, tabaco, jefes despóticos, maestros autodidactas, fuertes influencias literarias, cestos repletos de “cables” desechados- al vértigo digital. Ambientes pulcros, magros en papeles, habitados por periodistas poco sensibles al olor de la tinta pero capaces, en cambio, de acceder al dato más exquisito en veinte segundos y de consultar casi a cualquiera habitante del planeta en cualquier momento. Graduados universitarios criados en la globalización, bilingües, dispuestos a familiarizarse con una planilla de costos, a comentar el programa de televisión más popular y a conocer, con pasión, sobre cocina tai sin necesidad de integrarse a una secta oriental. Cultos de otra manera.
Es obvio que la era digital cambió al mundo y, por lo tanto, cambió a los periodistas.
Cada época fue ordenada por una tecnología. También la prensa acusó recibo alguna vez cuando el ferrocarril a vapor reemplazó a las palomas mensajeras en la rutina de transportar despachos de agencia: las tecnologías siempre condicionaron los paradigmas vigentes. En todo caso, la novedad en estos tiempos está siendo el ritmo de los cambios tecnológicos, que empezaron a presentarse más veloces que la capacidad de adaptación de los grupos profesionales. No terminamos de comprender cómo se sincronizan las nuevas herramientas con el deber ser cuando ya estamos en el estadio siguiente.
Las certezas de aquel periodismo que se practicaba antes de Internet se habían forjado como una feliz consecuencia de la revolución que produjo Johannes Gutemberg en el siglo XV (alguien hasta querrá reconocer la raíz de la cultura etílica de los viejos periodistas en el hecho de que la imprenta de Gutenberg no era otra cosa que una adaptación de las prensas usadas para exprimir la uva en la elaboración del vino). Cientos de años más tarde apareció el periodista profesional, que se pulió ajustado al modelo de la búsqueda de la verdad. Un modelo que tenía a la objetividad en el altar. Era sustancial allí la figura del jefe. En los diarios de antes había una escalera de jefes que definía qué se publicaba y en qué forma. Iba desde el jefe de página hasta el director. Pero cuando aparecieron las computadoras en las redacciones y se modificó el sistema de producción, los jefes empezaron a ser denominados editores. Aunque no fue esa una simple cuestión semántica.
El auge de la figura del editor en los diarios -esto empezó a fines de los ochenta- puso a la edición en el centro del quehacer periodístico. Se entendió que la tarea de pensar qué se publica y cómo, la rutina de tomar miles de decisiones sobre lo que merece ser desechado o lo que hay que realzar, era decisiva en cuanto al resultado que iba a obtenerse. Nada había más importante.
Es por demás curioso que ahora uno de los efectos de la revolución digital del siglo XXI sea la virtual abolición de la figura del editor. No en los diarios, donde sigue siendo un sujeto insustituible, pero sí en los blogs, los sitios individuales que conformarían, según algunos teóricos, la expresión suprema de un nuevo periodismo “horizontal”.
Hoy se discute, en realidad, si la blogósfera es periodismo o es otra cosa. Sus apologistas exaltan la individualidad del blogger y no hablan de inexistencia de edición. El blogger se autoedita y eso constituye una ventaja impar, dicen, porque se trata de la libre expresión en estado puro. Los críticos, en cambio, sostienen que el blog no es un medio periodístico sino una bitácora y que hablar allí de autoedición resulta tan inexacto como decir que se autoedita quien escribe en un diario personal lo que le viene en gana.
Más allá del litigio clasificatorio, una pregunta fundamental podría ser esta: ¿Requiere el periodismo parámetros y estándares que garanticen la calidad de la información -procesos profesionales como los que hubo siempre en los diarios- o debe entenderse que Internet arrasa con todo lo viejo y convierte a cada ciudadano en un periodista potencial, sin importar demasiado cómo obtuvo la información y por qué la seleccionó? Aun en el caso de blogs hechos por periodistas profesionales es posible preguntarse si sus producciones, proclamadas como mejor posicionadas frente a la verdad por no tener que lidiar sus autores con los intereses que contaminarían a los grandes medios, mitigan la parcialidad que supone la falta de reglas (ningún blogger está obligado a responder en una crónica a las seis preguntas básicas sobre el suceso ni a consultar múltiples fuentes ni a chequear datos antes de subir sus materiales).
En la web la pluralidad se volvió incomensurable: no hay duda de que abunda. Las expresiones parecen infinitas. Son polifacéticas y abarcan todos los temas imaginables (hasta los inimaginables). Pero también abunda un apabullante vale todo: allí, en la orfandad del usuario para navegar por el océano de informaciones que hay en Internet, se advierte la ausencia del editor, núcleo, en cambio, del proceso de elaboración de un diario.
Precisamente muchos diarios, al desarrollar sus sitios on line, habilitaron a los lectores -mouse en mano rebautizados usuarios- a comentar cada artículo. La sobreabundancia de insultos, agravios, descalificaciones y futilidades obligó a algunos diarios a editar los comentarios del público y a otros a clausurar la oferta, cuya ejecución les resultaba demasiado onerosa, además de frustrante.
Quienes no conocen cómo se han hecho históricamente los diarios –o no se lo han preguntado- suelen ser presa fácil para la trampa de confundir al editor con un censor. El censor, que afortunadamente no siempre existe, en realidad es un señor poderoso ajeno a la factura periodística, por lo común un funcionario gubernamental en las dictaduras, alguien que por razones políticas, intereses económicos, arrogancia moral o lo que fuere (en la antigua Roma el censor era el magistrado responsable de elaborar el censo de la ciudad y de velar por la respetabilidad de las costumbres) censura, es decir, revisa lo que va a ser publicado y eventualmente lo prohíbe. El editor, inserto en el mecanismo de relojería periodístico, sigue un criterio de selección predeterminado (se comparta o no ese criterio) y su tarea no consiste en restringir la libertad de prensa -esencia del trabajo del censor- sino en garantizar la calidad de un medio de acuerdo con una línea editorial sostenida. Huelga decir que como el editor no es un sujeto caprichoso que se justifica por sus gustos personales ni es un tosco patovica puesto a discriminar en términos binarios, debe tener, indefectiblemente, la sapiencia y el oficio de un buen periodista profesional.
No es raro ver que en discusiones sobre el futuro de Internet se confunda cualquier atisbo de edición con la idea de censura (que, efectivamente, existe para Internet en unos cuantos países, entre ellos Irán, China y Corea del Sur). Pero así está planteado el debate. En definitiva, hoy se trata de resolver cómo conjugar el periodismo “horizontal” que proponen las tecnologías planetarias con las viejas verdades del periodismo tradicional.
Echar por la borda el juego completo de paradigmas preexistentes también es posible, claro. Siempre que los nuevos paradigmas garanticen mejor que antes- el derecho a la información de la ciudadanía junto con la libertad de expresión y ofrezcan una salida al novedoso problema del hombre sobreinformado, es decir, mal informado. Nunca mejor dicho: el futuro acecha. Es hora de acelerar los debates, adelantarse a las transformaciones. Pensar cómo queremos que funcionen asuntos tan vitales para la vida en democracia como la manera en la que las noticias se elaboran y se difunden. Hora, también, de recordar que el progreso no consiste en aniquilar el pasado sino en descubrir qué cosas conviene que sigan en pie mientras las tecnologías se revolucionan. |
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