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El fotoperiodismo en crisis: crónica de una agonía anunciada
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“Actualmente el fotoperiodismo se halla en un proceso de creciente agonía y se lo usa, en la mayoría de los casos, de modos artificiales e inanimados, mientras su credibilidad se enfrenta a serios desafíos editoriales y tecnológicos”. Fred Ritchin, en revista Fotomundo, N° 226, 1987.

La cita que precede nos da una idea de que el debate sobre la tan anunciada crisis del fotoperiodismo no es de ahora. Data de 1985 y su autor, Fred Ritchin, no fue el único, aunque sí uno de los más lúcidos en esa década, en advertir el fin de los años dorados del fotoperiodismo. Tampoco se refiere, aunque lo anuncia, a lo que en estos días aparece como el origen de todos los males de esa crisis: la transformación radical que la digitalización introdujo en las rutinas profesionales y en la percepción misma del público en torno a la credibilidad del “documento” fotográfico. Un tema que, Photoshop mediante, desborda el campo de interés académico y profesional.

Tampoco la de Ritchin fue una voz en el desierto. De manera recurrente, a partir de entonces, muchos profesionales reconocen ese mismo escenario de crisis.

Un poco de historia

Desde la década de 1930, la inclusión del relato fotográfico adquirió carácter inseparable del texto periodístico en páginas de diarios y revistas. Así se constituyó no sólo en actor principal, sino en la primera estrella con luz propia, a la hora de revelar el mundo a un basto público ávido e insaciable de información. Contabilizado en millones de almas y global, además. Desde entonces, vivimos en una cultura visual en la que no hay acontecimiento trascendental que no vaya asociado a una imagen. Pero recién en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, es cuando nace el mito del fotorreportero. Suerte de semidiós en el universo de la comunicación, que toma parte activa en los acontecimientos y deviene, al mismo tiempo, en testigo, al grabar imágenes que forjan el rostro de la historia.

Fueron los años de posguerra y el advenimiento del Estado de bienestar los que trajeron los momentos más luminosos para el periodismo gráfico. Y para el fotoperiodismo en particular. El reinado de los “grands magazines”, con sus grandes reportajes de interés humanitario, que poblaban las páginas de Life, Picture Post y tantos otros semanarios, dieron visibilidad y protagonismo a nombres como los de Robert Capa, Eugene Smith, Margareth Bourke White o Cartier Bresson, solo por nombrar algunos de los más célebres fotógrafos de ese período.

La agonía del fotoperiodismo, explicable desde los sucesos que fueron transformando aquel panorama, no es otra cosa que el fin de esa época. Un primer y fuerte aviso vino de la mano de la TV. La nueva oferta electrónica convierte la inmediatez en la transmisión de la noticia en espectáculo central a la hora de la cena. Ese potencial mercado de consumidores que atravesaba por igual a todas las clases sociales y de un amplio segmento que va de jóvenes a adultos mayores no pasó inadvertido para los anunciantes, fundamental sostén del negocio editorial.

La crisis del petróleo y la inflación sobre los costos del transporte, papel y energía, volcados al precio de tapa, no hizo más que profundizar la brecha en las preferencias del público a favor de la televisión. Corrían los años setenta.

Con los bolsillos más flacos y la competencia ejercida por la TV, los medios gráficos perdieron terreno. La medida de la gravedad de la crisis la dio el anuncio del International Herald Tribune cuando el 9 de diciembre de 1972, en su primera página, anunciaba “Life Magazine ha muerto a la edad de 36 años”. Esa misma revista, apenas unos años antes, había alcanzado una tirada récord de más de ocho millones de ejemplares, cifra jamás alcanzada por ninguna otra publicación de las mismas características.

Una suerte de respuesta ante semejante marasmo fue el relevo en la cabeza de las grandes empresas: las direcciones periodísticas de “antes” fueron reemplazadas por los “dirigentes financieros” de ahora. Estos últimos, sobre todo inquietos por los beneficios de los accionistas, relativizan la devaluación de la calidad informativa a favor de un mejor resultado de la ecuación financiera. Se había consumado un radical cambio de paradigma que acarreó nuevos agravantes, como la precarización laboral y la concentración de medios.

Este nuevo escenario de gestión editorial lesionó la imagen y razón de ser que desde los propios medios se promueve en relación a la esencia misma del periodismo: la misión de informar.

En lo que concierne a la imagen fotográfica, los nuevos tiempos significaron una pérdida creciente de espacio para grandes reportajes y un desinterés por los grandes temas a favor de otros sujetos más redituables para el gran público: las celebridades. Del mismo modo, se produce un corrimiento en el tratamiento de la información, menos contextualizada y a favor de la espectacularización. En general, se produce un desplazamiento que va del fotoperiodismo comprometido hacia un sensacionalismo voyerista que privilegia la ilustración por sobre la información. Un combo que emerge como manual de estilo para los nuevos tiempos de impiadosa competencia por la captación de públicos y anunciantes.

Es en relación con este contexto que Ritchin nos anuncia la creciente agonía del fotoperiodismo. Y hay que apuntar que tan solo se estaba en los albores de la fotografía digital.

Nuestros días

El estallido de la fotografía digital en los años 90 significó la más radical y traumática mutación en los procedimientos fotográficos desde su invención a mediados del siglo XIX. Pero dicho impacto superó lo relacionado estrictamente con los procedimientos, y desató nuevas relaciones en torno a los elementos fotográficos y sus usos sociales. La primera de ellas se vincula con la cuestión de la credibilidad. En efecto, en el ámbito del periodismo gráfico, la introducción de la fotografía digital dio lugar a una visión según la cual la credibilidad de las imágenes de prensa entraría en zona de riesgo.

Los resonantes casos de manipulación en la prensa involucrando a prestigiosas publicaciones y agencias fotográficas no hizo más que darle entidad a esa nueva percepción del público. El milagroso y popular Photoshop, que logra congelar la lozanía de juveniles años en rostros de septuagenarias estrellas del espectáculo, entre otras curiosas prestaciones, ha desestabilizado el carácter de documento irrefutable que la fotografía ganó desde su inscripción en los medios gráficos, demandando, por cierto, nuevos contratos de lectura sobre las imágenes de prensa.

Otra derivación la constituye la aparición de nuevos actores, como los aficionados, en la cadena informativa que imprevistamente irrumpen en la escena profesional. La publicación de fotografías de la prisión de Abu Grahib, en Irak, y del Tsunami, en Asia del Sur, en la páginas de los diarios y revistas más importantes del planeta, por solo citar dos ruidosos casos, marca un giro decisivo en la historia del fotoperiodismo gráfico. Realizadas por amateurs, difundidas rápidamente gracias a Internet, esas imágenes pudieron probar que reportar un gran acontecimiento en la prensa ya no es terreno exclusivo de profesionales. En todo caso, lo novedoso no es que haya imágenes de aficionados que puedan rivalizar en calidad e interés periodístico con las que realizan los profesionales. Lo nuevo radica en que esas imágenes encuentren lugar en la prensa de manera cada vez más frecuente, instituido como fenómeno globalizado gracias a la proliferación de pequeñas cámaras compactas cada vez más versátiles y, sobre todo, a la propagación de teléfonos celulares que “sacan fotos” en manos de millones de usuarios que, unida a la facilidad para conectarse a Internet, con cualquier dirección electrónica del mundo, entre ellas, con redacciones de diarios y canales de TV.

Si el presente análisis luce demasiado apocalíptico, lo es fundamentalmente por lo vertiginoso del proceso en curso y la incertidumbre de sus posibles derivaciones, tema de intensos debates y prospectivas en ámbitos académicos y profesionales. El rompecabezas actual sobre el futuro de la profesión oscila entre su muerte definitiva y la apertura de nuevos e insospechados horizontes. Incertidumbres nacidas en el estallido digital, con los espacios ganados por las fotografías periodísticas en Internet, en diarios on-line y blogs, con un renovado interés por parte de galeristas y editoriales de libros, que destinan cada vez más recursos y espacio al discurso documental fotográfico. De ese modo, se contrapesa parcialmente las páginas perdidas en los grandes medios.

Por último, puede señalarse que, en los últimos diez años, el fotoperiodismo ha despertado una creciente atención en ámbitos académicos en el mundo y en nuestro país, siendo una de sus manifestaciones visibles su inclusión curricular en universidades prestigiosas, de las cuales egresan los nuevos profesionales de la Comunicación. Un hecho auspicioso que, sumado a otros descriptos a lo largo de este trabajo, nos permite concluir que, si bien desde los años 80 el fotoperiodismo se encuentra en agonía, aún hay razones para seguir suspendiendo su improbable funeral.

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